«Pero sucedió que el principito, habiendo caminado largo tiempo a través de arenas, de rocas y de nieves, descubrió al fin una ruta. y todas las rutas van hacia la morada de los hombres»
Antoine de Saint-Exupéry, El principito, Cap. XX
Durante casi un mes he convivido con familias nómadas del desierto del Gobi y de la estepa de Mongolia. Mi intención era experimentar plenamente sus costumbres y condiciones de vida. Esta experiencia me ha permitido conocer la cultura centenaria de los herederos del imperio más extenso de la Historia. Personas llenas de vida y paz; pastores disciplinados de ovejas y de cabras cuyas cicatrices en la cara y en las manos replican las zanjas y ríos de su tierra en una suerte de mapa corporal de su destino, ganaderos adustos de yaks y de camellos cuya fuerza brota cada mañana y descansa en paz rodeada de estrellas en la noche, domadores y jinetes envidiables de caballos con apenas ocho años de edad; niños, hombres y mujeres aguerridos que viven en condiciones extremas bajo uno de los cielos más bellos del planeta: /tingir/.
El texto que usted lee, lector o lectora, recoge las lecciones de vida más destacables que me fueron regaladas durante la inmersión de aprendizaje más intensa que he vivido hasta el momento.
1) LA VIDA OCURRE SOLO AHORA
Cuando uno está en medio de las montañas o en mitad del más árido desierto y ve cómo las personas son capaces de llevar una vida plena, enseguida se da cuenta de que la vida ocurre solo ahora y de que la felicidad no consiste en esperar nada sino en aceptar lo que nos ocurre y abrazarlo para poder disfrutarlo o superarlo. Sea lo que sea. En occidente no podemos comprender cómo algo que ocurre de repente deja de ocurrir. Aparentemente no mueren solo los seres vivos sino también todo lo que les alimenta. De repente mueren los sentimientos de una a otra persona, mueren los momentos y mueren las acciones. En algún momento vemos que algo deja de existir, nos creemos que ocurre de un momento a otro, estamos convencidos de ello porque tomamos el pulso a una persona o una emoción una noche y al día siguiente no tienen pulso la persona o la emoción. Creemos por ello que esa persona o emoción o realidad mueren de repente y sentimos dolor y abrazamos el sufrimiento de perderla. Pero en verdad todo esto es solo nuestra sensación…
Acompañando a muchas personas, equipos y organizaciones durante estos años he visto como todos ellos suelen negar que las cosas lleven ocurriendo desde hace tiempo. Casi todos consideran que hay algo que ha ocurrido de repente y que por ello una acción puntual (un sencillo taller o un mero curso) pueden revertir la situación. Pero nada de esto es la realidad. En verdad, lo que se ha gestado durante tiempo, también tarda en desaparecer un tiempo.
En el desierto he aprendido a comprender esto. El desierto es el espacio del desierto pero también es a la vez el tiempo del desierto. En ese tiempo y ese espacio en el que aparentemente no ocurre nada, todo pasa. Muchas tardes tras honrar a mis anfitriones en su tienda, almorzar con ellos varias piezas de cabra y arroz e hidratarme, tomaba una mochila plegable y la llenaba de víveres, agua y un impermeable. Acto seguido me adentraba en el desierto para caminar durante horas pertrechado de unas sencillas sandalias, una camiseta y un pantalón corto. Por el día es fácil perderse en el desierto si uno no memoriza o anota puntos de referencia durante el camino que le ayuden a desandar sus pasos. Así lo hacía. No tardaba en encontrar cadáveres de animales y de rodillas ante ellos a menudo los tocaba intentado imaginar su pasado. En realidad el desierto no es un paisaje, es un testimonio. Memoriza pruebas que muestran el ciclo de la vida. Cada pequeña planta y cada esqueleto, cada piedra, son argumentos visibles de la vida y de la muerte.
La conexión de los nómadas con esta realidad es absoluta. Incluso en uno de los más adversos entornos del planeta, la vida y la muerte se abren paso. Los nómadas creen verdaderamente que todo pasa y todo llega cuando tiene que pasar y llegar. Pero también viven como si la vida solo ocurriera ahora, aquí, en este momento, en el momento que bebes esa taza de leche de camello, en el momento que juegas a las tabas con ese grupo de niños, en el instante en el que echas la vista atrás y ves tu cabaña a lo lejos diminuta, o en el momento en que uno de los nómadas se aleja hacia el pozo en busca de más agua. Por eso viven cada momento con ilusión y uno puede verles sonriendo la mayor parte del día. No hay más. Eso es sencillamente todo. El maestro Csikszentmihalyi llamaría a todo esto Fluir. Ellos lo tienen, créanme que lo tienen. De modo que una persona digna y admirable no es una persona llena de un pasado glorioso o de un próspero futuro, no es una persona llena de cosas que ha hecho sino una persona cuyo valor se cifra en la vida que contienen las cosas que ahora mismo hace.
2) UNA PERSONA ES SOLO LO QUE HACE
Hace poco una persona a la que acompaño realizaba el cierre de su sesión de la siguiente manera: «Hoy he aprendido que juzgamos a los demás por sus hechos y a nosotros mismos por nuestras intenciones, y creo que todo esto es injusto y tengo que cambiarlo en mi vida«. Sirva este aprendizaje de preámbulo a esta gran lección…
Por el día el tiempo se detiene en el desierto y el sol (/nar/) aplica su caricia firme sobre la faz perpetua de la piedra y de la arena. Por la noche uno puede encontrar su recompensa tras el trabajo. Después de apagar la luz y honrar a los antepasados en el pequeño altar que viste cada casa, basta tan solo con tumbarse sobre el edredón duro del suelo y mirar a través del toon, la rueda budista del eterno ciclo de la vida, para sentirse muy pequeño bajo el manto azul e intenso de constelaciones y de estrellas.
La mayoría de las familias nómadas cuentan con motocicletas chinas con las que acuden a visitar a sus vecinos en tiendas que a menudo están a kilómetros de distancia. Estas distancias entre una y otra tienda permiten que los escasos pastos que surgen de la arena sean aprovechados por el ganado de unos y de otros sin necesidad de que los camellos o las cabras pasen hambre. Estas motocicletas suelen pincharse en mitad del desierto, por lo que el conductor suele llevar una llanta de repuesto que debe ser continuamente arreglada con pegamentos baratos y parches. En una ocasión mi hermano en el desierto, de apenas unos trece años, tenía que arreglar la llanta de la motocicleta que utilizaba un anciano, de modo que cogió un poco de agua y buscó el pinchazo junto a una amiga de una tienda cercana. La amiga quiso participar y aprender. Yo les observaba mientras me cortaba las uñas cerca de la entrada a la tienda (/haalga/). De repente la chica aplicó el pegamento de una forma incorrecta. Entonces él le sonrió y le dijo «No es así, déjame enseñarte». La chica le dijo que solo pretendía ayudar. Él le sonrió y le dijo «Esta llanta no se arreglará por lo que tu pretendas, sino por lo que tu hagas».
3) EL RECONOCIMIENTO ES SIEMPRE NECESARIO
Una mañana tras lavarme la cara y cambiarme de camiseta yo estaba tumbado en la tienda leyendo historias zen del maestro Dogen. De repente entró mi hermano en el desierto y me dijo «/Dábit/» e hizo un gesto para que le acompañara. Incluso en los momentos en el que algún malestar de estómago me aquejaba durante el viaje, yo nunca decía que no a ninguna invitación a la aventura, de modo que me fui con él. Tras andar uno kilómetros llegamos a un redil donde había centenares de cabras y estaban dos familias que yo ya conocía marcándolas y vacunándolas. Me invitaron a entrar dentro para colaborar. Aquel día doblegué y marqué unas cien cabras para poder vacunarlas. Estuvimos horas haciéndolo. Cuando digo que estuvimos horas, hablo de unas cuatro o cinco horas cogiendo a cabras por los cuernos, echándolas al suelo, marcándolas y vacunándolas. Al término de la tarea yo tenía callos en las manos y toda mi ropa estaba llena de pintura. Sonreía y hacía reir a los demás simulando que yo también me marcaba mientras trabajábamos todos sobre un suelo de heces y de orín de cabra. Durante todo ese proceso de horas, cada vez que yo doblegaba a una cabra, repito -cada vez que lo hacía- aquel chico me miraba y subiendo el pulgar hacia arriba me decía «/mas sain, dábit/». Quería decir, «muy bien hecho, David». Y yo me sentía muy bien y seguía.
Mi jefa en el desierto para la labor de llevar al redil las casi cuatrocientas cabras era una niña de cinco años que me acompañaba siempre. Estaba altamente capacitada para ese trabajo y tan solo la ayudábamos dos niños más y yo. El trabajo era algo sencillo: llevar a todas las cabras al redil sin perder ninguna por el camino. Para ello existían varias estrategias. A veces yo hacía cosas mal y ella me miraba sonriendo y me decía «/moo, Dábit/» que significaba «mal, David». Otras veces, cuando me venía arriba y hacía las cosas bien, ella me miraba igualmente sonriendo y me decía «/mas sain, dábit», «muy bien, David».
Todo esto que acabo de narrar es más de lo que la mayor parte de directivos saben hacer por sus empleados.
4) EL COMPROMISO ES PUENTE ENTRE PERSONAS
Mi hermano mongol en las montañas tenía unos catorce años. Mi quinto día en la estepa, el chico de repente se levantó tras intercambiar unas palabras no más de un minuto con sus padres, se vistió con el deer, me saludó y salió apenas sin inmutarse. De repente mi traductor corrió a mí y me dijo que se iba con parte del ganado a un viaje de tres días entre las montañas para intercambiarlo por caballos. Ese gesto mínimo había sido toda su despedida. En Mongolia no existe más afecto que responsabilidad propia. Salí corriendo, le regalé algunas pastillas de chocolate, y le dije que le esperaría hasta su regreso. Hice un gesto de respeto y él me respondió con el mismo deseándome una feliz estancia.
A los pocos días volvió con varios caballos. Le acerqué un cazo de arroz con carne de cabra y leche de yak. /eez/, madre en mongol, nos había preparado un guiso. Le miré y le dije «Bienvenido» en mongol. Sonrió. Nadie le dio las gracias por hacer su trabajo. Porque esa era su vida y esa era su familia. Él simplemente tenía que hacer eso, es su compromiso y su deber. El hogar de esta persona no es una propiedad fija sino su honestidad propia. Recuerde, lector o lectora… catorce años, solo tenía catorce años.
5) MENOS ES MÁS
Tres anécdotas me hacen aprender la lección de que la cantidad nunca es calidad.
La primera de ellas es mi reto personal de realizar este viaje de un mes tan solo con nueve kilos de equipaje en una mochila con unas dimensiones menores a las admitidas por los aviones como equipaje de cabina. Nunca me faltó nada y pude vivir con lo justo centrado en el momento. A las dos familias y a mi traductor les llamó la atención la poca ropa que tenía siendo occidental, pero en cierta medida me ayudó a ser uno más de ellos durante mi estancia. Lavábamos juntos la ropa y compartíamos las mismas necesidades. Eso nos hizo congeniar muy bien.
La segunda anécdota corresponde a mis días en el fértil valle de Orkhon. En la estepa, completamente verde y poderosa, me acogió una familia con tres hijos que vivían en una tienda mínima repleta solo de lo absolutamente necesario. Dos mochilas mínimas eran toda la ropa de los cinco miembros para el invierno y el verano. Pude comprobar también que tenían solo los enseres y menaje de cocina necesarios, de modo que siempre había que lavarlos para volver a comer. Al tener poco espacio en la tienda, la familia al completo decidió dormir en el suelo para cederme como huésped un camastro de madera donde dormí mis noches en el Norte, a menudo con algo de miedo por los lobos.
La tercera anécdota tiene que ver con las relaciones humanas que genera tener pocas cosas y las relaciones humanas que genera tener muchas cosas. escasez de agua en el desierto. Mi familia en el desierto tenía un lavabo improvisado con bidones cortados y un pequeño grifo que nos ayudaba a asearnos mínimamente. A menudo el agua se acababa y esto hacía que alguien tuviera que ir a por ella. Varias veces fueron a por agua para que yo pudiera lavarme los dientes o asearme. Estaban acostumbrados a cuidar unos de otros sin cuestionar la obligación de hacerlo. Por otro lado, siempre que comíamos tanto en las montañas como en el desierto, todos compartíamos todo porque había poco y esto nos animaba a ser más solidarios y generosos los unos con los otros. Además cuando jugaba con los niños, éstos no tenían más juguetes que los improvisados con partes viejas de coche o enseres de cocina. Esto les ayudaba a ser más creativos y a improvisar juegos e imaginar que los objetos cobraban vida. Un simple cazo de agua era para ellos una catarata que les hacía reír y mojarse a unos y otros. A la vuelta a occidente, en el aeropuerto de Moscú observé cómo un niño jugaba con un móvil, no se movía ni emitía palabra alguna, estaba hipnotizado. Cuando llegué a España vi a varios niños discutir por quien tenía el mejor juguete, ninguno de ellos quería compartirlo. No tengo mucho más que decir de todo esto.
Si usted quiere ampliar el conocimiento sobre el poder inmenso de MENOS ES MÁS, puede ampliar detalles aquí.
6) EL PODER DEL SENTIDO DEL HUMOR ES UNIVERSAL
Muchas personas me han preguntado cómo me entendía con los nómadas. Algunos me decían «Ah, no recordaba, llevabas un traductor» Lo cierto es que el ochenta por ciento de mi viaje yo viví sin mi traductor al lado. Dashka a menudo se echaba largas siestas y yo quería vivir mi viaje por mí mismo, así que hice los esfuerzos necesarios para aprender su cultura y su idioma y logré memorizar unas ciento cincuenta palabras que llevaba anotadas en papeles y repasaba cada noche. Con ellas y con mi sonrisa y mis gestos, construí relaciones enriquecedoras de respeto que me ayudaron a no volverme loco en el desierto y a no tener un solo instante de aburrimiento en las montañas. Esto ocurre porque realmente hablábamos siempre el mismo lenguaje aunque tuviéramos idiomas diferentes. Ese lenguaje era el sentido del humor. De mí hacia ellos. De ellos hacia mí.
Yo les hacía reír riéndome de mí mismo y mis costumbre europeas y ellos se sentían respetados cuando yo vivía y hacía lo que hacían ellos. Todos vivíamos mi aprendizaje y nuestra convivencia con mucho sentido del humor. A menudo enseñaba juegos de manos a los niños y niñas, o jugábamos a la pelota y yo me comportaba exactamente igual que si estuviera en casa. Precisamente por ello, porque me veían comportarme como si estuviera en casa, ellos nunca se sintieron agredidos por mi cultura.
Si mi padre en las montañas se iba a pasear con las manos a la espalda, yo hacía lo mismo. Si mi madre en las montañas se iba a ordeñar, yo la miraba para aprender y luego me sentaba a ordeñar con ella. Cuando cocinaban, yo preguntaba qué animal había ese día en la comida y por mucho que no me gustara, yo comía y bebía lo que me daban. Porque siempre se quitaban el mejor bocado para dármelo. A veces yo ponía caras algo cómicas y ellos se partían de risa. Mi abuelo en el desierto siempre bromeaba conmigo y mi falta de gusto por los ojos y lengua de cabra. También le hacía gracia que me afeitara a diario y me decía «Ahora comprendo por qué tu barba es así y yo no tengo». Y yo simulaba que le afeitaba a él y reíamos.
En varias ocasiones habría herido los sentimientos de mis dos familias si no hubiera hecho uso del sentido del humor en el momento. Solo por poner un ejemplo, para entrar a una tienda nómada si eres invitado es siempre obligado entrar por la izquierda y con la mochila en la mano y no en la espalda como símbolo de respeto hacia el anfitrión. Varias veces lo hice mal pero todas ellas, hacía luego el payaso y salía y volvía a entrar correctamente. Entonces todos se reían y entendían que no era una falta de respeto y me decían «Eres un desastre, David».
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