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Lissa Cuddy:  Tu siempre tienes razón y los demás somos idiotas

Gregory House: No, mujer, es que no creo que yo sea idiota y que todos los demás tengáis razón

Primera conversación entre el Dr.House y Lissa Cuddy, Cap.1, T.1

 

Una vida en la que todo el mundo piense. Así dicho suena bien pero… ¡Todo apunta a que estamos yendo en la dirección contraria!. Mi trabajo por tanto es quijotesco. No solo no estoy dispuesto a aceptar una sociedad en la que la mayoría de personas con las que hablo se encuentran deprimidas, solas o perdidas, en la que la desigualdad económica es creciente, o en la que nuestros trabajos a menudo nos envilecen, sino que además trabajo para crear entornos diferentes sobre dos ejes: vidas propias en las que cada persona se piense y contextos laborales en las que todo el mundo piense. Así de sencillo y complicado a la vez. Hace años reflexioné en este mismo sitio en alto tratando de aportar algunas claves para educar el pensamiento propio. Continúo en este artículo la tarea comenzada entonces tratando de explicar por qué estamos dejando de pensar y por qué sigue siendo necesario hacerlo.

Aviso a políticos moralmente obscenos y populistas, youtubers descerebrados y ciudadanos de a pie que sobreviven con dificultad al despiste:

  • No somos más libres cuantas más veces votemos o cuanta más libertad tengamos de hacer lo que nos de la gana (esa forma tan falaz de entender algo tan noble como el liberalismo), sino que somos más libres cuanto menos confusos y perdidos estamos y cuanto más protegidos nos sentimos ante los malos momentos por el prójimo y por nuestros representantes.
  • No somos más desarrollados cuanto más altos sean los beneficios económicos de unos pocos; somos más desarrollados cuantas más personas aprendan a pensar conscientemente. No tenemos más igualdad cuanto más universalicemos la precariedad sino cuanto más cercanos nos sintamos.

Tal y como recordaba Gregori Luri en una reciente conferencia titulada El deber moral de ser inteligente: Conferencias y artículos sobre la educación y la vida, la maestra Concepción Arenal ya en 1881 sostuvo en su ensayo La instrucción del pueblo que permanecer voluntariamente en un estado de letargo intelectual equivale a «mutilar la existencia» y a «consumar una especie de suicidio espiritual». Pero «el deber de instruirse —continúa— no brota espontáneamente de la conciencia […]. No parece obligatorio sino al que sabe algo». Al ignorante que no conoce, saber le parece algo innecesario o incluso un lujo. Esto ocurre porque el que no piensa ni sabe, ignora que no lo hace. Y si antes no había demasiado peligro porque los iletrados no tenían micrófonos, ahora hay peligro de colapso porque todos ellos cuentan con amplificadores bestiales. En la medida en la que todos trabajemos para comprender esto y aprendamos a diferenciar qué es tener criterio y opinión respetable y que es no tenerlos, quedará esperanza.

Este será un artículo con enjundia que reune 7 breves pero contundentes píldoras de reflexión:

  • Por qué es útil pensar
  • Los peligros de no pensar
  • Pensar lo propio, comprender lo ajeno
  • Aprender a ser estúpidos de forma controlada
  • Seleccionar minorías influyentes de calidad
  • Distinguir subjetividad y soberanía
  • No reducir la vida a la satisfacción propia

Comenzamos.

POR QUÉ ES ÚTIL PENSAR

¡Así es!, hemos llegado a esto, y esta quizás es el primer hecho descabellado al que nos estamos enfrentando muchos: ¡Hemos llegado a un momento de la historia en el que vemos necesario explicar por qué es útil pensar!. Estamos en un tiempo de decadencia y la prueba de ello es que olvidamos a diario lo más básico: para qué sirve pensar. Sobre todo porque la mayoría de empresas y personas que conozco, reconocen no tener tiempo para hacerlo… ¡Cómo si fuera algo que pudiéramos no hacer conscientemente! Considero que era natural llegar a este punto dado que la rápida extensión casi ya universal de todos los avances de la humanidad reciente (económicos, técnicos, políticos) no se correspondía con la lenta educación de las personas para adaptarse a estos cambios. Por así decirlo venimos de un desequilibrio entre el progreso técnico y social de nuestra especie -acelerado en el último tercio del siglo XX- y una precaria y primitiva forma de entender las relaciones que arrastramos desde hace varios milenios. Por eso hoy son determinantes las habilidades transversales que casi nadie tiene. Pero vayamos por partes…

La moda siempre ha sido no pensar, porque para no pensar no hay que hacer ningún esfuerzo. No pensar en principio parece gratis y además a menudo la estupidez propia, tranquiliza. El problema viene cuando a la larga no saber pensar tiene el mayor coste posible para la persona y además la estigmatizada y reduce su experiencia de vida a lugares comunes gobernados por una resignación constante. De todo ello podríamos deducir que no pensar y dejarse llevar es lo más rentable a inmediato plazo pero lo más estúpido a corto, medio y largo plazo. El aumento de la estupidez en el mundo y de la potencial peligrosidad de una ingente masa estúpida, está ligado a tres fenómenos simultáneos.

  • En primer lugar la aceleración social que ha vivido la humanidad en las últimas 15 décadas ha modificado por completo las estructuras técnicas, relacionales y ahora ya incluso biológicas de nuestra especie, sin que haya habido una adaptación de nuestras instituciones sociales (relaciones afectivas, familia, estado, empresa).
  • En segundo lugar el reciente y anodino periodo pacífico de Europa, sin duda el continente más violento de la historia hasta hace tan solo 7 décadas, ha favorecido el olvido de los fantasmas que acechan y son inherentes a nuestra condición: la tiranía de la barbarie y la ignorancia. No pasarlo mal nos ha hecho olvidar que es muy fácil estar mucho peor de lo que estamos acostumbrados.
  • En tercer lugar, la desigual universalización de las libertades civiles y de las democracias pluralistas en el mundo ha estado fatalmente educada. En otras palabras, conquistamos la libertad contra la tiranía de unos pocos pero no contra la propia tiranía de nuestras creencias. Por lo general no nos educamos para ejercer la libertad de forma responsable, por lo que en la actualidad vivimos un tiempo de involución hacia tiranías emocionales anteriores.

La vieja idea de fluir con la realidad que los grandes maestros del tardohinduismo nos legaron, no consiste en abandonarse a los acontecimientos -esa especie de puñetero FLOW cuya consecuencia directa es renegar del criterio propio y permitir que otros vivan y decidan por nosotros- sino desapegarse de la propia voluntad tratando de disfrutar la vida desde la aceptación. Las 108 formas de experiencia que aceptamos los discípulos de Buda y el sistema de creencias taoísta que están formulados en el Dao De Jing, el Hua Hu Ching y que Zuang Zhi honró en toda su extensión, responden a este objetivo.

Pensar no es solo querer comprender, sino sobre todo aprender a percibir. Quien no piensa intuye sin argumentos, se conforma con la inexperiencia, huye de la responsabilidad de vivir, no existe como consecuencia de su propia capacidad sino como objeto de la voluntad de otros, se desindividualiza, se convierte en masa por medio de la inercia acrítica. Quien no piensa es, en definitiva, el pálido reflejo de la débil luz que proviene del acogedor aunque pasajero calor de otros; es, si se prefiere, el eco imitativo y desprovisto de existencia que se deriva de una voz significada lejana o del ruido general en el que su individualidad se sume.

 

LOS PELIGROS DE NO PENSAR

Pensar no es algo que se elige o no se elige hacer. Una persona solo tiene dos opciones: aprender a pensar continuamente, o dejar que las propias consecuencias de sus actos inconscientes le piensen. Por descontado como sociedad enfermiza hace tiempo que optamos por lo segundo. El problema no es que cada persona no piense casi nunca sobre su propia vida, lo cual ya sería por sí mismo alarmante. El problema es que una enorme masa de personas que no se piensan a sí mismas (no se cultiva, no dialogan, no leen, no se cuestionan) tiene consecuencias terribles. Más aún cuando en la actualidad nos hayamos en el mundo humano más conectado y con mayor capacidad de creación y/o destrucción de la historia. Nuestras sociedades -incluso las inmediatas sociedades modernas del reciente pasado tras la llegada de la subjetividad y la soberanía popular- siempre han estado pobladas de personas que no piensan durante la mayor parte de su existencia. Casi todos nosotros dejamos de pensar a menudo por salud mental. No está ahí el peligro, sino en no hacerlo nunca.

A lo largo de la historia de la humanidad, una realidad inconsciente nos ha condicionado siempre: No se respeta a quien mejor piensa o a quien más sabe sino a quien mejor se expresa y convence. Los actuales servicios de marketing tremendamente diversificados tratan de convencernos para convencer mejor, incluso si lo que se hace no tiene sentido. Fruto de un soniquete constante y ensordecedor que pugna por nuestra atención de la manera en la que lo hacen todos los narcóticos, la realidad es que cada vez cuesta menos convencer a alguien de algo. La democratización de la comunicación humana y la equiparación en el mismo plano de atención de grandes referentes intelectuales y terroristas culturales de barrio, ha dado lugar a lo que hemos llamado posverdad, una realidad no real que se dirime en el tiempo de la posmodernidad en sociedades ruidosas en las que se derrite la soberanía. Al haber ganado en credulidad (mucho más que en tiempos teocráticos pretéritos), los humanes hemos ampliado nuestro margen de estupidez tolerable, y en consecuencia la volatilidad inestable de nuestro pensamiento (que se rige hoy por modas pasajeras y no por razones sólidas) nos sume en la inestabilidad continua.

A lo largo de la historia, donde no hay ninguna certeza absoluta sobre nada, nace a menudo la sabiduría; pero donde no hay ninguna forma ni medio para cuestionarse (diálogo tranquilo, reflexión escrita o leída, tiempo y espacio para el encuentro), se multiplican de forma virulenta la estupidez y la ignorancia. No paro de comprobar cómo la dirección que está tomando el pensamiento empresarial es por lo general y en lo particular, errónea. En lugar de cuestionarse a sí mismo, de realizar una nutrida autocrítica, la velocidad inercial de las empresas lleva acelerándose ya más de dos décadas con especial torpeza intelectual y estupidez sistémica desde 2008. Dedico mi labor diaria a cuestionar lo que la mayoría de personas dan por supuesto ante esta clara evidencia: las empresas, el órgano colectivo de relaciones sociales más efectivo que hemos creado en la historia de la humanidad, caminan hoy cegadas.

 

PENSAR LO PROPIO, COMPRENDER LO AJENO

El que piensa alcanza la madurez por cuanto trasciende lo propio, habla con humildad desde lo que sabe queriendo abrazar y comprender todo aquello que le hace cuestionarse o le resulta ajeno. El que piensa no adoctrina, no necesita imponer porque convence, no imprime todo su esfuerzo en influir manipulando la realidad porque toda su energía se centra en razonar con otros. El que piensa combate su criterio, cuestiona su pensamiento, se atreve a dudar. El que piensa habla sobre todo de muchas personas que le precedieron y fundamenta su propia vida no en su voluntad sino en un comportamiento ético que favorece el bien común sobre la doma diaria del interés propio. En contra de lo que se ha dicho, quienes piensan no tienden a la virtud sino que la practican. Su propia manera de ser y hacer representa un modelo y edifica un ejemplo. No se admira a quienes piensan por su capacidad de llegar a otros (número de likes, seguidores, lectores,etc…) sino por el grado de calidad que se destila de su razonamiento. 

Por oposición el que no piensa vive en un infantilismo o puerilismo continuo, no necesita leer, ni se molesta en construir un diálogo significativo, ni argumenta más allá de lo que siente, percibe o quiere. Su deseo le dicta comportamientos que además trata de defender como deberes naturales para los otros y ajenos. Su interés y afan de conocimiento no llegan nunca más allá de la defensa de su realidad propia. Por eso, desde el inicio del siglo XXI, la sociedad posmoderna se enfrenta a un grave problema: estamos dejando de pensar. Nuestros sistemas educativos y nuestro modelo de relaciones se aproximan a toda velocidad a la ignorancia y a la estupidez. No es que nunca hayamos corrido este mismo peligro, es que desde la conquista de las libertades civiles mínimas, nunca como hasta ahora ese peligro ha sido tan masivo.

 

APRENDER A SER ESTÚPIDOS DE FORMA CONTROLADA

Lo diré de forma clara: es imposible que dejemos de ser estúpidos, la clave reside en cuándo y cómo aprender a serlo. Somos animales bípedos, gregarios, mamíferos, con escasa autonomía, elevada torpeza y niveles de estupidez elevadísimos regados de momentos espectaculares de inteligencia y maravillosas capacidades colectivas. Aceptémoslo, por favor. Dejemos de intentar parecer cualquier otra cosa.

Hasta ahora la estupidez propia ha sido algo que por lo general negamos, que no reconocemos o de lo que tratamos de defendernos o huir. Nada peor que hacer esto en mi experiencia. Desde hace años dedico gran parte de mi jornada diaria a ser estúpido, la enorme diferencia con el resto de mis semejantes es que yo trato de hacerlo en privado y de forma controlada. Tener esos momentos me ayuda a comportarme de manera cabal y sensata en público y sin apenas esfuerzo. En otras palabras, las personas necesitamos desahogos, desconexiones temporales que nos ayuden a distinguir entre lo que es deseable para relajarme y descansar durante unos momentos, y lo que es necesario para construir sociedades mejores durante la mayor parte del tiempo. Negar la estupidez propia de uno mismo es lo más estúpido que alguien puede hacer.

Todo iría mejor en este mundo si las personas aprendiéramos que necesitamos a diario momentos de completa estupidez, pero que debemos tomar decisiones importantes cuando no estamos en esos momentos. La estupidez propia que no se comparte no hace daño a otros, pero la estupidez propia que se comparte como el más estupendo de los hallazgos, nos está matando como especie. Así, la estupidez cuando es controlada no solo es saludable sino incluso necesaria. Practicada en contextos cuyas posibles malas consecuencias no afectan dramáticamente a la realidad de una amplia proporción de gente, la estupidez individual o compartida es una bendición porque la estupidez reconocida nos acerca y ha sido de hecho uno de los mayores pegamentos de la amistad y la solidaridad fraterna durante milenios.

No hay por tanto nada de malo en ser estúpidos a diario siempre y cuando los lugares y tiempos en los que lo somos estén reservados para ello, esto es, siempre y cuando identifiquemos y sepamos que estamos eligiendo ser estúpidos. El problema llega cuando somos estúpidos la mayor parte del tiempo y en todos y cada uno de los foros y ámbitos de desarrollo humano, y ni siquiera -como está ocurriendo ahora- somos capaces de reconocerlo. No es lo mismo permitirnos ser estúpidos en una taberna junto a un par de amigos en una conversación amena, o abandonarnos a visualizar un video de youtube ridículo, que comprender el contenido de ambas manifestaciones como regulativo o normativo para la sociedad en su conjunto. Ser idiota en privado o en un contexto adecuado para serlo es fantástico, pero ser idiota en los medios de comunicación, la empresa o el parlamento es dramático.

La estupidez es altamente contagiosa, mucho más de lo que llegará a serlo nunca la inteligencia. Pero la relación entre inteligencia y estupidez no es tan sencilla. Descontrolada e indómita, desnuda de los filtros de la vergüenza y el respeto por el bien común, la estupidez nos anima a tener un comportamiento en el que nada posa, nutre ni se asienta, y todo pasa, se repite y enferma. Sin embargo al mismo tiempo la estupidez se basa en dos grandes paradojas:

  • La primera paradoja de la estupidez es que siendo un comportamiento universal e histórico en nuestra especie, está basado en una exclusiva obsesión por el instante presente. Es decir, la estupidez siempre sobrevive aunque pronto quede obsoleto nuestro interés humorístico o crítico en ella. De este modo la estupidez es acumulativa, se nutre de la cegazón continua.
  • La segunda paradoja de la estupidez es que solo cuando dejamos de ser estúpidos y nos atrevemos a ser inteligentes, accedemos a un habilitador y sano sentido del humor. El estúpido, por lo general, se defiende mucho más de lo que se ríe de sí mismo. Las personas con un desarrollado sentido del humor suelen ser en mi experiencia inteligentes.

Esto quiere decir que para ser estúpido basta con ser un completo ignorante pero para ser muy estúpido curiosamente hace falta ser muy inteligente. Lo que nos lleva a una deriva interesante: hay una estrecha relación entre estupidez, entretenimiento y sentido del humor. Lo racional, por lo común, no nos hace ninguna gracia pero lo más sujeto al presente y pasajero (una mueca, una broma, un eructo o un pedo) nos hace reír hasta postrarnos en el suelo.

De lo dicho se deduce que no es lo mismo ser ignorante que ser estúpido. Ser ignorante consiste en no saber que no se sabe, y ser estúpido consiste en vivir como si se supiera. A ser estúpido se llega mediante la acción, a ser ignorante se llega por omisión; para lo segundo no hace falta hacer ningún esfuerzo. Habiendo olvidado todo esto, hoy en nuestro tiempo proliferan como setas las personas que siendo completamente ignorantes y/o estúpidas, no solo no lo aceptan y no presumen de serlo, sino que se aventuran a expresar su opinión de forma abierta tratando de que esta opinión se encuentre al mismo nivel que la del resto de personas que se esfuerzan por comprender y conocer. El peligro no llega cuando una persona puntual hace esto, sino cuando las personas que son consideradas referentes, en lugar de aceptar la responsabilidad que tiene cada cosa que dicen o que hacen, utilizan los altavoces de su propio status social para aparentar que piensan o hacen uso de alguna inteligencia. En suma, el problema de nuevo no es que haya muchas personas estúpidas, sino que aquellas que deberían dar ejemplo no siéndolo, obtienen mayor reconocimiento social al serlo.

 

SELECCIONAR MINORÍAS INFLUYENTES DE CALIDAD

Dice el maestro Innenarity que esperamos siempre demasiado de la democracia, y que ésta cuando es sana y real está llena de frustraciones que continuamente se expresan. Nada que objetar a esta brillante reflexión, salvo la necesidad de que esa frustración disponga de un bálsamo continuo para evitar una enorme rotura colectiva. Ese bálsamo es sin duda el mantenimiento de las clases medias -hoy autodestruidas y en franca decadencia- y el cuidado y escucha activa de diálogos y debates intelectuales fundados y llenos de razones y argumentos sólidos no sentimentalizados, es decir el cultivo de eso que Ortega llamó la minoría selecta, y que no es una forma de aristocracia griega moderna sino la manera de favorecer sociedades mínimamente virtuosas basadas en lo que podríamos llamar atención autorizada continua como complemento a un creciente y descontrolado fenómeno de escucharlo o leerlo todo…

En la sociedad tiránica del Like, TODO tiene la importancia pasajera de la atención que genera en un determinado momento (hashtag, trending topic, meme, challenge, clicbait) para acto seguido morir en el olvido. Explicado de una forma más clara y sin duda muy trágica: no existe lo que no está existiendo ahora. Este podría ser el título de una de esas presentaciones ridículas, vacías, idiotizantes y aspiracionales de cualquier profesional del marketing de ventas. Aceptar -tal y como estamos aceptando- que no existe lo que no está existiendo ahora, equivale a despreciar o exiliar lo que fue o lo que siempre seremos, equivale a sustituir la memoria consciente (que nos evita repetir errores del pasado) por la atención dispersa (que nos sume en la indefensión).

De este modo, los esfuerzos actuales de nuestra especie no se centran tanto en aprender a pensar como en captar las sucesivas y esquivas atenciones. Esto nunca había sido un problema para las sociedades modernas porque si bien la teoría la soberanía popular existía, en la práctica esa soberanía era siempre gobernada por una minoría de personas medianamente conocedoras que ocupaban un lugar prioritario, central o referencial. Estemos o no estemos de acuerdo con Juan Ramón Jiménez o con Ortega (que incluso defendían que la civilización dependía de ella), en nuestras sociedades existía y existe una eterna minoría selecta. De algún modo nunca hemos logrado desasirnos de esta inercia. El dilema no está en que exista o no sino en las personas que en cada época la integran.

Así, no es lo mismo que tu presidente del gobierno sea Donald Trump que Abraham Lincoln; no es lo mismo que la opinión colectiva sea guiada por Marx, Adorno, Cioran o si se prefiere Mill, Mises o Hayek, que por Belén Esteban, Messi o el Rubius. No es lo mismo mantener un diálogo sensato y cultivado entre un neoliberal convencido y un republicano socialdemócrata, que mantener un ridículo diálogo entre un presentador de La Sexta y un youtuber que acaba de terminar de ver un video y repite una a una sus premisas. Por extensión, y sin caer en la beatería cultureta, no es lo mismo que una persona no lea nada en absoluto y limite su vida a trabajar, mandar whatsapps y jugar a videojuegos, que una persona -además de hacer lo anterior- dedique tiempo a conversaciones significativas, libros interesantes o experiencias vitales que conformen un sólido edificio crítico e intelectual sobre el que desarrollar ideas. No, no es lo mismo. Una cosa y otra generan sociedades diferentes.

Las formas de selección de esa eterna minoría eran la vía académica o cultural (mayor y mejor conocimiento sobre determinado ámbito o sobre la perspectiva genérica) o la vía experiencial (mayor y mejor experiencia en ese área). Si antes dábamos nuestro reconocimiento -de forma acertada o equivocada- a personas que socialmente eran reconocidas por sus ideas o trayectorias, hoy damos nuestro reconocimiento a hombres y mujeres de paja, personas que no nos animan a mantener nuestra dignidad sino que enmascaran su indignidad propia con técnicas de manipulación, marketing o empobrecimiento moral. Las formas de selección de esa minoría de referentes no solo se han deteriorado sino que se han entregado por completo al capricho voluble de la gente. Hoy el proceso social de selección de minorías no tiene nada que ver con una autoridad social brindada por la excelencia en el ámbito del pensamiento o la racionalidad, sino que la concesión de autoridad prescriptiva en nuestras sociedades está cada vez más ligada a la capacidad de generar irreflexión y entretenimiento.

 

DISTINGUIR SUBJETIVIDAD y SOBERANÍA

La frase Todo es subjetivo o Todo es relativo que repiten continuamente desde profesionales del coaching, a alumnos de secundaria y políticos que nos representan, no solo es vacía y absurda sino que atenta contra los grandes valores democráticos que construyeron lo mejor de cuanto somos. Además de hacernos más estúpidos este tipo de reflexiones sencillas y baratas nos abocan a olvidar un hecho: no es lo mismo subjetividad que soberanía. Yo soy demócrata en la medida en la que acepto que tengas derecho a expresarte como sujeto soberano, pero también soy demócrata en la medida en que cuestiono y contrasto mis ideas contigo para llegar a una conclusión que podamos compartir como cierta.

Con la incorporación de la subjetividad a la escena, es decir con el nacimiento de la opinión pública, en lugar de aprender a respetar, cuidar y honrar a cierta intelectualidad movilizadora, la aniquilamos en nuestro individual deseo de alcanzar la relevancia. Pero olvidamos -aunque internet nos lo recuerda a diario- que más personas opinando no necesariamente hacen un mejor pensamiento, sino que a menudo desembocan en todo lo contrario. El maestro Amalio Rey ha sintetizado durante años lo mucho que se ha hablado sobre esto. Para que exista inteligencia colectiva, debe existir voluntad individual de aprender a pensar; y por otro lado mucha publicación ideas no garantiza una elevada calidad de ellas.

Con la subjetividad (es decir, con el disruptivo derecho a ser alguien en el mundo), la persona (campesino, siervo, cumplidor, esclavo, sometido o vasallo) que solo podía aspirar en la Antigüedad a la supervivencia diaria, dio un salto espectacular al cambiar una vida de penurias y servidumbre por el renovado espíritu de trascendencia al que le invitaba la nueva ciudadanía. Este inmenso salto cualitativo se produjo sin apenas transición ya entrados en el siglo XIX pero solo comenzó a resultar verdaderamente trágico a comienzos del siglo XXI. No solo porque el insaciable crecimiento poblacional que predijera Malthus se multiplicara, y no solo porque la intensificación industrial adquirió dimensiones inasumibles para la Tierra, sino sobre todo porque el siglo XXI nació de la prisa, de la urgencia, fue de hecho un recién nacido prematuro que no se adelantó unos meses sino 2 décadas. Y la urgencia es ante todo contraria a la reflexión y la racionalidad. Por eso en los endemoniados cursos de marketing no se enseña a las personas que venden cosas a razonar, sino a hacer que las personas que pueden comprar lo hagan rápido, cuanto antes; y por eso repetimos como un mantra -que si se piensa en completamente absurdo, ilógico y esclavista- que el cliente siempre tiene la razón.  ¿Qué clase de broma pesada es esa? No, amigos, la Razón no se tiene por comprar algo o tener la voluntad de hacerlo, sino que alguien tiene razón por el esfuerzo, el compromiso y la voluntad que imprime en cultivarla. No se nace con razón, se adquiere.

Cuando hablo de la sociedad tiránica del like, quiero decir que en la realidad posmoderna y decadente que vivimos tiene más valor un «Me gusta» que un razonamiento poderoso. Pero no nos martirecemos con esto, no dramaticemos, simplemente analicemos lo que nos está ocurriendo poco a poco: Las buenas ideas no son las mejores sino las más votadas. Mientras algunos sienten que peligra la democracia, lo que ocurre es precisamente lo contrario: TODAS las personas opinan y votan sobre TODO incluso cuando no tienen criterio. Esto, que era válido y noble en el marco de la representatividad política y la salvaguarda de los derechos colectivos desde el nacimiento de la democracia moderna -toda una conquista histórica de libertad-, no lo es tanto para determinar qué es lo ético o lo correcto en una enorme cantidad de ámbitos que requieren conocimiento y especialidad. No todo vale y no todas las opiniones son respetables de facto, sino que más bien podemos determinar si son o no respetables siempre a posteriori, tras un civilizador y calmado diálogo y sobre todo desde el tamiz del conocimiento y no desde el mero derecho a la opinión. Al entregarnos a la mentalidad apriorítica, al juicio rápido, al impacto y la emoción, lo que hacemos -y lo estamos haciendo en masa y de manera alarmante- es comprar con la omisión de nuestra inteligencia, la estupidez colectiva.

Un pensamiento republicano y a la vez liberal me acompaña frecuentemente y proviene de mis continuas lecturas de Habermas, Sandel y Rorty: Si todos podemos erigirnos como sabedores o conocedores de todo, esto es, como opinadores dogmáticos y sintetizadores de verdad en potencia, no solo no hemos superado las tiranías con las que los antiguos príncipes nos oprimieron, sino que por el contrario cada uno de nosotros se ha convertido en un príncipe tirano de los otros sustituyendo la convivencia por la tiranía mutua y competitiva. En esta reedición de la sociedad hobbesiana que confirma todos los temores de Carl Smichdt, la cautela y la humildad se vuelven minoritarias, y la entrega y la pasión inconsciente e irreflexiva con opiniones infundadas se convierte en el regulador de la vida. Somos dictadores individuales que se suman a la dictadura colectiva del like. Los púlpitos públicos de hoy no están ocupados por relevantes pensadores, denodados juristas, extraordinarios filósofos, eminentes políticos sino por personas que no solo son como cualquier persona -porque los antiguos referentes también lo eran- sino que además no hacen nada para dejar de serlo y son admirados como si no lo fueran. La estupidez y la ignorancia han conquistado los puestos de mando y los puestos referenciales que conformaban la ejemplaridad pública y construían los mitos y narrativas sociales de la heroicidad.

 

NO REDUCIR LA VIDA A LA SATISFACCIÓN PROPIA

El respeto no consiste en aceptar lo que dice cualquier persona como válido, sino en tolerar a cada persona que se expresa pero cuestionar sus planteamientos. La pasiva y acomodaticia forma que hoy tenemos de entender el respeto es en realidad indolencia, temor al conflicto y mediocridad racional. Hace poco me preguntaron en qué consiste la postverdad, y creo que es una buena suma de todas estas cosas que nos están destruyendo y que algunos estamos tratando de curar y revertir:

Nuestras sociedades han llegado a tal punto de estupidez colectiva que si bien en la antigüedad más reciente nadie que no supiera o pensara a diario negaba la utilidad de saber o pensar; hoy en día muchas personas dudan incluso de que hacerlo sea incluso útil o sensato. En realidad muchos de ellos están en lo cierto. La sociedad ha dejado de premiar al que sabe para premiar simplemente al que más consume y compite. Y para hacer esto último se necesitan sobre todo altas dosis de ignorancia e inconsciencia. En la mente de cualquier persona de hoy surgen a diario una cascada de preguntas hasta ahora inéditas: ¿Por qué tengo que pensar?, ¿Por qué tengo que hacer cosas que no me gustan?, ¿Por qué debo leer?, ¿Qué me aporta conocer? o siendo más exactos… ¿Por qué pensar pudiendo tan solo no hacerlo y obteniendo grandes beneficios económicos por ello?, ¿Por qué no es correcto hacer tan solo lo que me gusta si es lo que de veras quiero?, ¿Por qué he de leer pudiendo vivir mis propias experiencias?, ¿Por qué conocer algo en detalle si todo está en internet?

En este contexto, las personas como un mínimo sentido común y un honorable sentido propio escasean. No porque seamos más viles que antes, sino porque lo que cada vez hacemos con mayor frecuencia nos envilece más rápido y profundamente. Vivimos sumidos en una ética de la voluntad propia o individualismo posesivo-defensivo que siempre fue conocida por su verdadero nombre: egoísmo. El problema de ser egoístas y de encontrar cierta virtud en el egoísmo (una tesis ampliamente defendida por la escuela económica austriaca, el tardoliberalismo deformado y el objetivismo de Rand, solo por citar algunos apóstoles), es que olvidamos por entero las bases sobre las que se asienta el progreso histórico de la condición humana: la solidaridad social. El relativismo moral que afirma que lo que tú dices y lo que yo digo es todo respetable a priori (y no a posteriori) olvida que las conquistas de la ilustración no arrojaron un mundo potencialmente mejor porque respetáramos todas las ideas, sino porque convenimos en respetar a todas las personas por medio de su cuestionamiento continuo. Al haber olvidado esto, somos víctimas de un punto muerto colectivo en el que cualquier discurso es válido y por tanto ninguno moviliza.

Decía el maestro Lessing en plena Ilustración que «el valor de una persona no se define simplemente por la verdad en cuya posesión cualquiera está o puede estar, sino por el esfuerzo honrado que ha realizado para llegar hasta ella. Así pues, no es por la posesión de la verdad sino por la constante investigación en pro de la verdad como se amplían sus fuerzas, y sólo en ellas consiste su siempre creciente perfeccionamiento. La posesión hace apático, perezoso y orgulloso«. Pero ¿Qué esfuerzo para llegar a la verdad tiene un tertuliano?, ¿De qué esfuerzo hace uso una persona que retwitea o vive en el feed continuo de lecturas efímeras? ¡Qué razón tenía Lessing podríamos decir al leerle!, ¡Cuánto exceso de orgullo y defensa de lo propio se gasta hoy y qué poca voluntad de entendimiento del argumento ajeno!, ¡Cuánta mala energía gastamos en la fratricida lucha por no desposeernos de la verdad propia contra la verdad ajena!. Y en esta batalla dialéctica ridícula, que no nos aleja demasiado de nuestros parientes primates, pasamos las horas y los días, los artículos de blog, las publicaciones de linkedin, los videos de youtube en los que abundan palabras como «Tal persona destroza a tal otra en tal debate» o «Le da la lección de su vida» o «Le pone en su sitio» ¡Qué escasez intelectual, amigos/as! los programas de televisión, los videoblog, las noticias, las tertulias y la prensa, en todos los lugares la carnaza abunda.

Al hacer esto, no solo estamos cambiando a un ritmo acelerado la paideia, esto es, la forma en la que entendemos y transmitimos el mundo, sino que estamos tratando de apropiarnos de la verdad el mundo y reformulándolo cada día en una suerte de adormecimiento continuo en el que todo parece cambiar cuando en realidad todo empeora. Porque quien se gasta estos comportamientos -y sobran los ejemplos- no solo desconoce las consecuencias de lo que dice o piensa sino que empeora el mundo a cada paso.

Si hemos dejado de movilizarnos colectivamente (e incluyo a las empresas actuales, tremendamente inertes a nivel intelectual), o al menos si hemos dejado de hacerlo de forma provechosa, es porque en la sociedad del entusiasmo nos movilizamos sobre todo por la satisfacción propia. Si la satisfacción de las necesidades esenciales a nivel individual siempre ha sido conditio sine qua non para nuestra supervivencia propia, lo cierto es que tenemos ingentes evidencias históricas -me refiero a océanos de pruebas- que demuestran que es cierto aquello que afirmó Nietzsche, y antes que él toda la genealogía de grandes maestros desde Tales de Mileto y Lao Tsé, a saber, que «solo en cuanto animal social el hombre ha aprendido a ser consciente de sí mismo, y así lo hace todavía y lo seguirá haciendo. La conciencia no pertenece a la existencia individual del hombre, antes bien a lo que en él es naturaleza y rebaño» (Gaya ciencia, V, 354).

Reducir nuestra vida a la satisfacción propia no solo nos envilece sino que nos aproxima a la barbarie de la ignorancia de la que me alertó en mi primera juventud la lectura del gran maestro Steiner. Aprender a pensar es una tarea ardua y continua. No hay principio ni existe fin. Quien se atreve a pensar opone su propia vida a la actitud rígida, pueril y cómoda del pensamiento dogmático y a la actitud cómoda, barata y nada comprometida del relativismo. El problema de nuestro tiempo no es la existencia del populismo. Éste siempre ha existido, todos durante la mayor parte del día somos de hecho populistas, y durante toda la historia de la humanidad la mayoría de la población ha regido su vida diaria alrededor de la irreflexión y la emocionalidad constantes. El problema es que el populismo -para el que todo es relativo y la verdad no importa- rige hoy nuestras vidas. La continua búsqueda de satisfacción propia, esto es, la incapacidad sistémica y radical de razonar y explorar la verdad y a su vez la extraordinaria capacidad de fabricar falsedades y convencer de ellas a otros, además de seguir condicionando nuestras pequeñas decisiones diarias, ahora condiciona los lugares y espacios donde se toman decisiones importantes. En esos lugares donde antes -hasta hace relativamente poco- se pensaba, hoy tan solo se publicita y se comparte pero mayoritariamente no se piensa. En otras palabras, la irreflexión ha conquistado de forma plena los puestos de mando de nuestras sociedades; el populismo y la tecnocracia han desplazado por completo de la escena pública y el ideario referencial y simbólico a la cultura del esfuerzo, el ejercicio de conocimiento y la voluntad de pensar y razonar de acuerdo a criterios racionales.

El que hoy influye a otros ni siquiera necesita hacer ya el esfuerzo por conocer los hechos o tratar de explorar múltiples dimensiones de una misma verdad. Tan solo se limita a favorecer una profecia autocumplida de su propia voluntad. Las personas que hoy ejercen influencia sobre grandes mayorías, grupos o comunidades de gentes no destacan por su capacidad de haber logrado algo y escapar del vacío; sino que son heroicos por su capacidad de hacer de la plena nada, simplemente algo. Las divertidísimas y absurdas entrevistas de David Broncano, el relativismo moral del twitchero Grefg o el Rubius sobre su migración a Andorra, o el populismo político de la nueva generación de dirigentes mundiales, responden todos ellos a una misma realidad: la Nada. Todo lo que rodea a la persona es vacío, solo la propia persona importa y existe. Y por tanto todo lo que se aproxima a la persona (entrevistado, sociedad o aficionado) queda eclipsado por ella.

El entrevistador que es siempre protagonista de todas sus entrevistas cuyos contenidos improvisa aunque existan guionistas, el jugador de videojuegos que se define como «creador de contenido« (revolvéos en la tumba Tolstoi, Berlin, y temblad Buonarotti o Borges) o el político que aspira a ser incoherente sin que se note demasiado, todos ellos son productos de una misma realidad: la reducción de la vida a la satisfacción propia. En todos ellos el todo (el mensaje y fin último) importa menos que la suma de las partes (la distracción o la dispersión intermedia). En ese contexto, paradójicamente TODO es menos vistoso que NADA. Pasar el rato es mejor que significarlo; presumir de que se ignora algo es mejor que tratar de conocerlo. Así, el entrevistador ya no necesita preparar la entrevista porque él es el protagonista, el youtuber no necesita mejorar el país en el que nació porque se puede ir a otro, y el político no necesita conocer los hechos porque puede provocarlos. Todo es más rápido, más cómodo y más nada.

 

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