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Hidalgos, caballeros, hombres de armas, arqueros de tiro largo, alabarderos, todos ellos con daga decían ser ingleses. De lo que sucedió el 25 de octubre de 1415, no añadiré ni completaré nada que no haya sido descrito por Sir William. Laurence Olivier le recita caminando en medio de las tropas, vigilando el entresueño de todos sus soldados.  De todos los enriques, este fue el más disoluto y febril y sin duda esta fama le ayudó en la mañana de octubre de Agincourt. Ningún francés, rey o mendigo, supo preveer su empuje ni discurso. Con tres veces el ejército de Enrique cuentan los franceses y le piden rendición y precio por captura. Todo ello lo desprecia por un hueco en la historia tras 80 años de sangre. Llegada la tarde, de cien a quinientos ingleses muertos por alrededor de siete mil franceses tendidos sin vida sobre el barro, y toda la élite política, económica y militar muerta o capturada en el campo de batalla o pasada a cuchillo aquella misma tarde. De todos los posibles diálogos entre dos personas que no quieren entenderse, la guerra es sin duda el que deja más huella y más dolor; si dura 116 años, ni siquiera sobreviven los valores o principios. No provoques a una fuerza que no puedes medir; más bien mide la tuya y conoce tus opciones. Sabemos lo que causa una guerra y que a cualquier implicado lo mata lentamente, lo sabemos porque lo escuchamos de las voces de un rey, un capitán, una ramera y hombres que no pueden conciliar el sueño. Laurence Olivier recita a una sola voz con Kenneth Branagh el famoso «Band of Brothers»; dice «todos los que hoy luchéis a mi lado podréis llamaros mis hermanos». Y El Globo aplaude furioso y muy resuelto y parece amanecer un nuevo día entre tanto cadáver y palabras. Este fin de semana pude ver un mismo campo de batalla en cuatro tiempos diferentes: 1415, 1599, 1944 y 1989; y en todos ellos el discurso parecía sobrehumano. La genialidad tiene a veces rostros que a menudo no podemos percibir.

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