Cuando hablamos de dirección por objetivos, ¿Es posible que nuestro objetivo sea no tener ninguno o simplemente necesitar espacio y tiempo para poder buscarlo? Contradiciendo a Anibal Smith, el capitán del Equipo A, ¿Acaso puede ser parte de un plan no tener un plan? ¿Podemos vivir o trabajar no teniendo un plan completo y absoluto sino simplemente pequeñas coordenadas? Cuando el peso inmenso del mecanicismo y la inercia social generan burocracia hasta en tu propia vida, cuando todos los ejes deben estar continuamente en movimiento (conectados, a punto, aparentes) y sobre todo cuando sientes que ni siquiera te permites respirar ¿existe alguna alternativa respetable? Como diariamente leéis en este blog, desde la iniciativa creemos que desde luego que sí y que existen múltiples formatos exitosos (arte, lean, agile,…)
En la película The giant mechanical man (Kirk, 2012) asistimos al encuentro de dos personas que se niegan a tenerlo todo absolutamente claro. No es que rechacen la estabilidad sino que tienen una forma distinta de entender qué es una vida estable y cómo pueden ser felices. En esta magnífica historia estar perdido o sentirse invisible para el resto son tan solo los primeros pasos de un camino hacia un futuro donde sentirse apreciado y especial. Aparentemente en esta película ninguno de los protagonistas tiene trabajos «respetables» para la sociedad, pero la película no trata de eso. Trata de que por sí mismas estas dos personas son capaces de ennoblecer cada profesión que desempeñen. Respeto enormemente el potencial inmenso de generación de valor real de estas personas. No tienen planes de carrera definidos porque sencillamente no corren por las mismas calles que los atletas de negocio que todos conocemos. Se han conocido y han conversado, han aparcado el ritmo de sus vidas para alejarse de la autopista impuesta de la burocracia. Hablamos, sin duda, de otra dimensión.
Uno de mis blogs de referencia en management exponía hace poco de forma muy concisa las teorías a favor y en contra de la burocracia enunciadas respectivamente por Weber y Merton. Lo que resulta indudable es que a menudo los sistemas que creamos nos acaban devorando poco a poco hasta perder la perspectiva. Resulta complicado explicar a veces cómo aquello que creíamos indudable no lo es tanto. En la mayoría de teorías sobre el management, en muchos de los pensamientos que ahora damos por válidos, echo de menos un componente necesario de locura, de aparente caos impredecible y de gestión de lo incompleto. Porque aunque sabemos que en teoría «todo debería funcionar», también sabemos que casi nunca nada es perfecto o funciona por completo.
Cuando elaboramos un plan de negocio, cuando realizamos una previsión, cuando defendemos un discurso o nos posicionamos en una conversación, a menudo la base de nuestro sentido es la PERFECCIÓN. Pero es también nuestra mayor huida hacia delante. Porque nos han enseñado que 1 + 1 siempre daba 2, que si durante toda tu vida estudias y trabajas duro siempre tendrás el mejor de los posibles resultados. Nos lo han enseñado, sí, pero en este momento nadie en su sano juicio se atreve a defenderlo. Porque tenemos circunstancias y porque formamos parte de un sistema vivo (equilibrado e inestable, caótico y controlado) Cuando desde la iniciativa hablamos de modelos de abiertos, de la necesidad de trascender la masa (el número, el volúmen, la cantidad, la cifra), cuando exteriorizamos que es necesario personalizar cuando trabajamos con personas (¡siempre!) es frecuente encontrarnos con sistemas, con líderes y con organizaciones que perdieron la noción real del valor de las personas. Necesitamos hoy, cada vez más fuerte y diligentemente reconocer que no somos perfectos. Que tal vez reconocerlo sea lo perfecto. Necesitamos hablar dentro de las organizaciones y en nuestros equipos. La herramienta de transformación más poderosa que jamás he utilizado se llama CONVERSACIÓN. Porque el animal social que eres no lo es porque tengas una cuenta en facebook, foursquare, twitter, whatsapp, linkedin,… sino por relacionarte y desarrollar tu vida en tu contexto.
Hace algunos meses hablé del constante empeño de la gente por clasificarme en una caja en las que ellos se sientan cómodos, y de mi mayor empeño aún en desarrollar mis habilidades y aptitudes en una caja (o no) que yo decida. Esto tiene que ver con conceptos que son necesarios como medio para convivir pero que entendidos como fin último me resultan tremendamente insoportables. Sobre todo tres de ellos especialmente dañinos: «competencia técnica», «previsión» y «estándar». Todas las empresas de corte burocrático que he conocido se identifican siempre porque parten de un supuesto que incluye en su definición los anteriores tres conceptos: «El comportamiento de todos los miembros de una organización estándar, con sus correspondientes competencias técnicas y especialidades, es completamente previsible» Por eso la mayor parte de estas organizaciones promueve una cultura basada en tres pilares: planificar, planificar y planificar. Lo malo de estos tres pilares es que la proyección de una idea nunca será equiparable o útil sin una experimentación continua por medio de la acción.
Básicamente, hablando claro, si hemos llegado hasta aquí es porque hay mucha gente detrás que se ha equivocado. Mucha más, sin duda, que la gente que acabó acertando. Esto vale en cualquier ámbito de la vida pero más aún en nuestros entornos de trabajo. Aclaración básica: El miedo a la entropía, mata. Personalmente amo los sistemas, soy un completo fanático de ellos y creo que necesitamos sistemas, creo que lo somos y creo también que todo aquello que creamos (empresas, proyectos, ecosistemas) es por naturaleza y apriori algo vivo. Nuestro amigo Iñaki Velaz destacaba los cuatro elementos básicos de cualquier sistema: entradas (inputs), proceso (throughput), salidas (outputs) y el que sin duda más solemos descuidar retroalimentación (feedback). Esto se debe en mi opinión a que cada una de estas fases del ciclo de la vida de un sistema son progresivas pero a que es realmente complejo encontrar un sistema con un ciclo de vida realmente maduro. Los expertos lo llaman cadena de valor.
En mi propia vida, esto es aplicable a la metáfora del buen conversador: Todo el mundo sabe recibir alguna entrada (escuchar algo con un mínimo valor), muchos saben generar un proceso (pensar algo que responder), unos pocos saben concretar ese valor (hablar con propiedad) pero realmente muy pocos saben conversar (recibir y aportar feedback continuo). Realmente conozco a muy pocos buenos conversadores (aquellos que saben completar el ciclo) y a una gran cantidad de personas aceptables en una o dos de estas fases (buenos pensadores o personas que sepan escuchar o personas que sepan hablar) Pero realmente saber conversar y mantener un diálogo constructivo y eficaz está al alcance de muy pocos. Puede que sea lo que más admire y respete de una persona a la hora de determinar si es o no respetable. Desde la antigüedad los sabios han considerado el dominio y la práctica de la conversación como uno de los mayores grados de civilización posibles.
Personalmente opongo, por tanto, la actitud burocrática (impositiva, exclusiva, inflexible y teórica) a la actitud conversacional (democrática, inclusiva, flexible y práctica). Lo que para mí representa la burocracia tiene que ver con el artificio de las cosas. Lo que para mí representa la conversación tiene que ver con la naturaleza y el sentido común de las personas. No me cabe ningún duda: la conversación es la mayor y más tangible forma de rebeldía humana. Tenemos ejemplos de ello en la Historia y en la formación de todo tipo de regímenes y estructuras totalitarias. A La barbarie de la ignorancia de George Steiner se suman El elogio de la lentitud de Carl Honoré (con el que espero compartir aventuras en breve). Dos enfermedades graves de rabiosa actualidad: el tiempo y el silencio. Dos remedios milagrosos: ser el tiempo que nos queda por vivir (como decía Josep Soler) y educarnos en el noble arte de conversar.