por David Criado | Abr 19, 2010 | CREATIVIDAD e INNOVACIÓN
Se levantó fusilado y concluyó su vida. Señaló cinco puntos cardinales, a saber: norte, sur, este, oeste y la persona que le amaba. Abrió la puerta y saltó. Aunque el vacío no responde ni distingue, sí reconoció su voz y la frecuencia lenta de sus pasos. Se abandonó a él y en él encontró refugio; hablo de una manta con que dormir todas las tardes y una taza con que saludar los días repetidos. Al fin y al cabo, él andaba en busca de ilusión y de certeza. En la carta no vi rastro alguno de su llanto y, según cuentan, todos sus amigos sucumbieron. Nadie más supo del resto de su vida pese a que las personas que han dicho conocerle aparentemente se multiplican en el tiempo. Los camareros de cuatro barrios diferentes declaran haberle servido te con pastas cada tarde; los conductores de autobús le reconocen como contertulio en algún viaje; las estatuas de márfil, bronce y caliza se sienten halagadas por al menos una de sus esporádicas visitas. Su familia ha dicho recientemente que está vivo y les visita con frecuencia, sus antiguos compañeros de trabajo dicen que siempre llega tarde y los que beben con él todavía le reprochan actitudes opacas y distantes aunque pueden jurar con certeza que han estado en su presencia. Su documento nacional de identidad no ha sido revocado, no existe registro cierto sobre una defunción, cada mes se renueva su billete de transportes y cada día sobre la misma hora los vecinos oyen cómo gasta la escalera hasta la calle. Incluso yo, que escribo en esta línea, creo verle pensar en la siguiente.
por David Criado | Abr 19, 2010 | CREATIVIDAD e INNOVACIÓN
Disimula con impulsos de cordura, los retazos cansados de su mente. Esa es la razón de que nadie le frecuente ni le tosa. Su oscura lucidez le merma. Hoy se ha levantado envenenado, con el cuerpo rígido y los ojos estampados en la puerta. Ha bebido tres vasos de miedo con dos partes de cautela en cada vaso. La tercera parte es siempre miedo puro más allá del pánico. Me refiero al miedo que convive con los sabios y los médicos, con la gente que conoce su estado y lo digiere, aquellos que ven morir constantemente algo que siempre supieron que era eterno. En el caso del hombre del que hablo, estanterías de abrigos encubiertos en forma de libros apilados. Y un sillón de enea cuyas hebras palidecen. Y armarios de puertas corredoras y pulmones vacíos en forma de botellas. Fotografías de un abuelo conduciendo un coche que atropella la miseria, carteles taurinos que anuncian sorteos de cocinas, juegos de cazuelas y sartenes, nombres que verán su tinta escribir renglones en la arena. Para el frío de la noche, sueño; para los papeles que hablan de su vida, carpetas que contienen su consuelo. A solas se puede llorar mucho, llenar bañeras de temblor y de tormento, pasear solo, vivir solo, habitar las cornisas del silencio, diluir granos de vida sobre el agua hirviendo de los tiempos, pero lo cierto es que no existe soledad hasta que reparas en que todos la conocen.
De vuelta del mercado, nuestro hombre ha escrito esto: «Cuatro pares de manzanas similares no son más que ocho manzanas totalmente distintas»
por David Criado | Abr 19, 2010 | CREATIVIDAD e INNOVACIÓN
Acabo de hablar con un amigo. Se está preparando una dura prueba de atletismo a la que debe someterse para alcanzar un objetivo que se ha marcado. Le admiro, siempre lo he hecho y no solo por esto. Como todos, puede que en ocasiones abrigue intenciones de auténtico cabrón, pero lo bueno es que no soy capaz de recordar ninguna; y ello no es porque tenga mala memoria o sea muy buena persona, sino porque creo que el resumen de su vida es muy positivo y que una persona debe evaluarse en perspectiva, en su totalidad, de otro modo se falta de antemano a la verdad. El caso es que hablar con él sobre su entrenamiento físico me ha hecho recordar algunas cosas.
Un buen día, el Dalai Lama se encontraba en Portugal paseando con los líderes del país en medio de las grandes construcciones. Entonces comentó: «Veo que construyen hacia arriba, pero ¿Por qué no construyen hacia adentro? Aunque ustedes construyan edificios supermodernos, con 100 plantas de altura, si por dentro están profundamente tristes, lo único que van a buscar es una ventana por la que saltar».
En términos sociomorales, creo que esto corrobora la fórmula física de Newton F=m.a o P=m.g, es decir que nuestro peso o el peso de nuestras acciones es igual a nuestra masa o experiencia (acciones, comportamientos,…) por la aceleración de la gravedad o la sensación de la gravedad de vivir o estar sobre la Tierra. Por ello, no solo cuanto más alta sea esa ventana, mayor será entonces la caída; sino también cuánto menor o más asumible sea nuestra percepción y sentido de la gravedad o el dolor de estar vivos, menor será nuestra tristeza. Dado que no podemos variar sustanciablemente nuestra masa física porque moriríamos, parece aceptable que las variables en esta ecuación sean nuestra masa mental (emociones, pensamientos,…) y la forma en que asumimos el dolor, la gravedad que conlleva nuestra vida y multiplica en consecuencia nuestra masa o presencia en la vida. Si tu pregunta es cómo dejar de sufrir, parece que la respuesta esté en esa «g» y en esa «m». Vayamos por partes.
La forma en la que nuestras decisiones afectan a esa «g» tiene que ver con el estado que nos provocan esas decisiones una vez han sido experimentadas. Parece innegable que después de experimentar ira, codicia, arrogancia, y obsesión no sentimos que hayamos hecho lo correcto, más aún cuando vemos en los demás las consecuencias que provocan estos comportamientos. Cuanto mayor sea el grado en el que experimentamos estos comportamientos o cuantos más seres a nuestro alrededor los sufren, más miserables nos sentimos en el momento o con el tiempo. Incluso si lo que deseamos es un placer pasajero y no hacemos daño a nadie con él; parece, como comenta Matthieu Ricard, que cuanto mayor es el placer que alcanzamos a través de cualquier vía, más rápido se diluye; en sí mismo parece autodestructivo. «Cuando tenemos frío, nos acercamos al fuego, pero estar muy cerca nos quema y pronto nos apartamos». En este sentido, nuestra «g» sufre continuos cambios de valor, grandes altibajos. ¿Podemos controlar estos cambios, hacerlos menos bruscos?. Parece que sí. Lo voy a razonar:
Actualmente tengo veintisiete años. En este enorme espacio de tiempo, he dedicado veintidos años de mi vida a formarme, primero fui a la guardería, luego al colegio, más tarde al instituto, por último he logrado estudiar en tres universidades diferentes; he trabajado ocho años en diferentes empresas intentando maximizar los beneficios que mi trabajo producía en cada uno de los lugares en los que estuve, con independencia de que me trataran bien o mal, de que me sintiera o no valorado; he dedicado más de doce años a mantener relaciones estables con parejas y cuidarlas; toda una vida a tener amigos y cuidarlos; un cuarenta por ciento de mi vida a dormir; una ingente cantidad de horas a hacer deporte, alimentarme o adquirir todo tipo de bienes materiales; otro innumerable número de horas a mantenerme limpio, sano, incluso a cuidar mi aspecto físico. Si he sido capaz de dedicar tanto tiempo a todas estas cosas auxiliares, cosas que por sí solas no me hacen más feliz, tal vez la pregunta sea: ¿por qué no somos capaces de dedicar tiempo a mejorar o controlar esa «g» que tanto nos afecta? Y esto es aprender a aumentar nuestra capacidad de sentirnos bien mediante el conocimiento real de qué hace que nos sintamos mal y en consecuencia, que los que están a nuestro alrededor también sientan esa sensación. No se trata de controlar cada pensamiento o emoción pasajera, sino de aprender la forma en la que cada acto o comportamiento pueden ser más positivos. Detrás de cada pensamiento o emoción, subyace una conciencia a la que al menos debemos pasar tantos exámenes como los que nosotros hemos pasado en nuestra vida.
Vayamos ahora con la «m», la otra parte de nuestra ecuación. ¿Sabéis lo bueno de la fórmula de Newton? Que conceptualmente, Einstein la consideró una ilusión. Él dijo que realmente la interacción gravitatoria se produce en otros términos. El espacio que ocupa una cantidad de materia, deforma la región espacio-tiempo en que se encuentra. De este modo, la gravedad no es una fuerza sino el efecto de la deformación que produce sobre otros cuerpos. De nuevo en términos sociomorales, creo que esto vuelve a ser extrapolable a nuestra felicidad. En nuestra fórmula, nuestra «m» o nuestra masa mental ahora parece estar aún más ligada a esa «g»; quiero decir, estrechamente ligada a lo que provoca nuestra masa (las consecuencias de nuestras acciones, nuestro comportamiento,…) a nuestro alrededor. Por lo que cuanto más positiva sea la relación que se establezca entre tu masa y la de cada uno de los demás o entre la de cada uno de los demás y la tuya, podemos establecer que tu peso (tu huella o tu vida) será mejor.
¿Cómo se logra que la relación entre tu masa mental y la del resto sea positiva?: del mismo modo que logramos que nuestra masa física lo sea: entrenamiento y alimentación equilibrada. ¡Vaya!, tal vez haya dado con la mejor dieta y pueda ahora competir con Natur House o con Slenderton, la maravillosa máquina de hacer abdominales. Sin embargo, nada de esto lo hemos inventado hoy puesto que todo ello, como hemos visto, está dentro de tí. Supongo que tu peso en el mundo y tu felicidad dependen del modo en que conozcas y equilibres la ecuación.
por David Criado | Abr 19, 2010 | CREATIVIDAD e INNOVACIÓN
La manera en que Padilla saltó a nuestra cubierta parecía presajiar el viento favorable. Nos miró uno a uno gritando libertad y orden para nuestra tierra. Me fijé en su espada, de guarda simple española para su mano zurda; lo hice porque el pavor me entumecia la totalidad del cuerpo; aún así tras unos minutos de arenga, le perdí bajando por la borda en dirección al otro bergatín, el Gran Bolívar, cuyos marineros esperaban impacientes su instrucción. Nuestra escuadra era una colección de pánico desde las diez de la mañana y mi boca rezumaba ron desde las ocho. Aún así, contamos varias flecheras y faluchos españoles, lo que nos tranquilizó al ver a nuestros buques, superiores. A las dos en punto de la tarde, el sol aún en lo alto, con el largo catalejo nuestro primera divisó al San Carlos. En el Marte soplaba barlovento azuzando el velamen desplegado, nuestro Independiente guardaba sotavento del camino español hacia la costa. Pasada media hora con las palmas de mis manos inundadas en sudor y el estómago vuelto hacia la honra, los de Laborde comenzaron a escupir de sus cañones. Aunque había ya matado a vascos y gallegos y no tembló mi pulso, recordé mi última cantina y el camastro de la Chunga y la Dolores, donde largas noches había brillado de impaciencia descubriendo transitadas geografías de prostíbulo. Cada vez más cerca del zumbido intermitente, templando la piel del barco contra el agua, pronto se notó la destreza de nuestro Independiente, bergantín labrado en años por aquel pronfundo mar. Como siempre ocurre, y no me apena relatarlo porque es parte de la gloria, varios noveles mojaron los calzones de camino hacia el envite y varios de nosotros lo advertimos sin hacerles caer en la deshonra. La panza del barco, repleta de hombres y fusiles, reposó en completo silencio hasta los diez minutos de contacto. El capitán de navío nos puso sobreaviso en esta espera, rompiendo el pensamiento al grito enfurecido de «Abordar, abordar, abordar».
Bajo lluvia de metralla salió el primero a cubierta Sebastián Valdés, un viejo marinero que viviría su última jornada. Tras de él, de dos en dos por la boca de cubierta, fuimos divisando el olor a humo de la tarde. Una vez arriba, los cables estaban ya tendidos y mil ojos gallegos acechaban el ataque planeado de nuestros primeros oficiales y grumetes. Mi suerte fue penosa al abordar, porque tras la primera pólvora, salvé un machetazo pero hundí mi hombro en afilada bayoneta; mas sintiendo el dolor del resto como propio me repuse al instante y degollé. Sobre dos cadávares de hombre, dirigí mi paso hacia un igual en peso y en tamaño cuyo filo contrarresté de frente y hacia fuera de manera que el gallego se avalanzó sobre cubierta perdiendo el equilibrio y sin él y con mi espada, el resto de su vida. Tras el percance y por error en el cálculo de fuerza, un compatriota me alcanzó la cara por el lado en que aún conservo una herida honda y larga que me hizo sangrar como un marrano sin llegar a perder del todo la conciencia. Aún perdiendo bastantes de mis facultades, saqué fuerza para rebatir a uno que vino desde lejos y que acabó saltando por la borda. Todo esto debió acontecer en apenas dos minutos, al término de los cuales estuve convencido de nuestra derrota al ver morir a nuestro capitán por entre los brazos incansables de los nuestros. Sufrí después un fuerte golpe en la nuca que luego en marca y en recuerdo me ha sabido a empuñadura de sable corto de infante de marina. Tras el golpe, caí inconsciente conservando como última imagen el fuego en la popa del San Carlos. Debió pasar apenas media hora cuando desperté en la bodega del Independiente sobrecogido por el frio de una cubileta de agua arrojada contra mí. Me dijeron riendo que habíamos vencido y toqué aturdido el paño que envolvía mi crisma conteniendo las heridas. El Almirante ordenó apresar a los vencidos y dar fondo allí mismo a sus navíos. Aunque aún era la tarde de aquel día, sin embargo amanecía otro tiempo en nuestra historia. Entre todos los del Independiente, custodiamos lo menos a ciento diez españoles hasta tierra. Ya en el puerto de Altagracia, carpinteros y herreros, atendían a nuestro Independiente y nosotros ahogábamos los muertos en el ron. Así es como yo cuento que parimos Venezuela.
por David Criado | Abr 19, 2010 | CREATIVIDAD e INNOVACIÓN
Aquel diez de julio, la dignidad de la mañana era más grande que su amor primero. Se levantó de la cama con el sol; no por su luz sino de su mano; arrodillando el resto de planetas. A esta altura del relato, podéis imaginaros a Damián, podéis tal vez pintarle en su tránsito de calles, dibujar su rostro sin siquiera conocer su altura, su edad o el color que alumbraba su mirada. Lo imagináis despierto, con cuidado, pensando en él; lleno de la vida y muy delgado; hinchando el pecho de humo o sentado en una silla. Así -como aquel día- es como recuerdo yo a Damián, como queriendo amanecer deprisa. Le conocí hace más de veinticinco años. Parezco verle apoyado en esa esquina: erguido, vestido con su falsa piel de lino, sin mirar a ningún sitio, distraído del mundo y de la gente, de Madrid, que siempre fue ciudad impredecible. Así me dijo: «ciudad impredecible». Yo entonces no hablaba con cuerdos, así que le miré a los zapatos. Los que llevaba eran marrones, seguro que de ante, con la punta achatada y muy discretos, de cordón alto. Cada vez que pronunciaba una frase esperando una respuesta, yo miraba sus zapatos. La escena, aunque parezca cómica, resultó reveladora. Fue él aquella tarde quién me enseñó a escuchar.
Al principio, los días en que Damián hablaba, yo escuchaba; y los días en que yo acechaba su conciencia, él supongo que esperaba turno. Media ciudad nos miraba esperando una respuesta. En el metro una anciana me golpeó una vez el brazo como indicando que debía responder. Le expliqué la costumbre de alternancia en las intervenciones pero la mujer, mirando hacia otro lado, se limitó a esgrimir: «La madre que os parió». En otra ocasión andábamos en busca de un estímulo con que matar el tiempo, creo que era un libro pero puede también que fuera un disco -entonces se adquirían en las tiendas-. El caso es que una pareja nos cogió el paso durante largo rato y andaban esperando que él hablara pero aquel día le tocaba escuchar. Tras unos quince minutos de paseo, el novio estaba algo perplejo pero ella, al ver que Damián no emitía palabra y aprovechando la parada en un semáforo, me tocó el hombro y me dijo: «No te preocupes, nene, si a mí me pasa lo mismo con el mío». El novio pareció indignarse.
La cosa duró algunos meses, pues el procedimiento, aunque embarazoso, parecía dar sus frutos. Os puedo asegurar que conocí mejor a Damián durante ese tiempo que a mucha gente con la que llevo una vida entera. Pero un día – no se por qué- le cogí del brazo y le dije que no podíamos seguir así, que había que mantener algún tipo de relación mucho más directa, creo que empleé la palabra «dinámico». Yo entonces leía libros como quién va de caza esperando ver conejos. No me interesaba tanto el contenido como intentar llegar a algo, a un descubrimiento, una frase que quizás tuviera segundas intenciones y que solo yo creía interpretar. Aquella mañana debí leer a Russell y se me ocurrió que podía comportarme como el resto de mortales o que al menos debía intentarlo. Recuerdo que aguanté la mirada y dije algo así como: «Mira Damián, yo no soy homosexual, pero esto no parece normal; no es que quiera follarte, pero es que creo que debemos mantener una relación mucho más fluida, algo más dinámico.» Damián pareció extrañarse, se dirigió a un lado de la calle y cogió una servilleta casi transparente, de esas con reborde que sirven en los bares. Se sacó el bolígrafo del traje y escribió: «Damián (el contratante) se compromete a mantener una relación algo más dinámica con David (el contratado) bajo contrato indefinido sujeto a turnos de 24×7». Me miró y me dijo: «¿Te sirve así?»; le contesté que sí entusiasmado y seguimos caminando. Eso fue todo. Por aquella época a mí me encantaban los papeles escritos, y si tenían algún tono oficial de compromiso, como de algo formal, mucho más aún. Yo era así, muy serio y muy comprometido; luego fui «prometido»; luego «metido» y luego me quedé en «ido», según dice la gente. Supongo que todo fue menguando, parecía como si al principio de mi vida intentase buscar palabras más largas para luego poder ir aguantando con todas las pequeñas. De alguna manera, así he llegado hasta hoy. Después de todo, el de aquella servilleta, si os soy sincero, es el único contrato que he cumplido.
por David Criado | Abr 19, 2010 | CREATIVIDAD e INNOVACIÓN
Duermo en vela cada noche multiplicado en los espacios de tu nombre.
Ajusto la distancia en el pasillo invadido por retazos de mesura.
Acoplado a la piel de los planetas, vigilo de cerca el pálpito de horas.
He añadido sal a la carne de mi rostro llorando cicatrices.
Repleto de cadenas, dibujo el cielo al que todo el mundo mira.
Mañana, tarde y noche me levanto sin monedas en los ojos
tras haber habitado en tu alma cegadora.
Este sueño de tí abriendome caminos, abrazando las pupilas y el otoño,
derramado a la entrada de la calle, mendigando el pan para los otros.
Cada vez que amas vive el mundo
y organizo en tu nombre el universo.
Me cuesta poco o nada, un aullido de luz,
una estela de vida, el fragor de una batalla.