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«Quien desee penetrar en el palacio del saber por la puerta grande,
necesita poner de su parte tiempo y maneras. Los hombres que
andan con prisas y no se prestan a ceremonias se contentan
con acceder al interior por la puerta trasera»

maestro Jonathan Swift

 
 
Existe toda una épica de la superación que tiende a subestimar la importancia de los momentos gozosos en la vida de toda persona. Obsesionados con recordar y enaltecer la victoria sobre todos los tristes obstáculos que hemos rebasado, olvidamos a menudo la importancia de celebrar las cosas. Omitimos en nuestras vidas una experiencia introspectiva altamente necesaria. Celebrar es ante todo recordarse afortunado, saber agradecerse los logros conseguidos, dotarse de contexto y perspectiva favorables para acometer el necesario balance de satisfacciones y desengaños con el adecuado tiento y calibre.

Hay personas, dicho queda, que no saben disfrutar de una tregua. Educadas en la mortificación de la batalla, se impiden recordar y festejar lo bueno bajo la oscura certeza de que es algo pasajero o momentáneo. Lo malo -se recuerdan- todavía sigue ahí y por eso no puedo regalarme descanso. No hay razón -se dicen- para bajar la guardia por un instante y suspender de forma transitoria mi lucha constante contra todo riesgo, amenaza o contingencia. Estas personas que viven siempre alerta acaban consumidas por su propio celo y sus reservas. El tierno y dulce camino del placer se hace angosto y estrecho para ellas. Tiemblan y recelan ante cualquier atisbo de celebración. Toda conmemoración les parece intrascendente o pueril. Desprecian la confianza mutua que rebosa de un festejo compartido. No descansan -se diría- de sí mismos y por ello no se atreven a abandonarse a la compañía de todos los demás. Cualquiera que se aproxima a ellos lo siente: no están equipados para la alegría.

En igual medida existen los que solo celebran, aquellos que impulsados por un fervor entusiasta viven en la fiesta. Son aquellas personas que no soportan mirar de frente a la tristeza y la esquivan. Evitan situaciones y detalles que enturbien su feliz relato. Niegan la cruz de la moneda, la sombra en la forma, y en definitiva se ciegan. Permanecen invidentes antes realidades evidentes. Se esconden de la crudeza del fiero mundo. Omiten la inclemencia rigurosa de estar vivos, se alimentan de indolencia, huyen del esfuerzo y rehúsan todo sacrificio. Estos puritanos de la diversión no viven sino que se entretienen. Esparcen su existencia sobre el territorio como si vivir fuera un juego y la vida fuera un mero recreo.

Entre quienes celebran todo y no se permiten penar, y quienes penan de continuo y se impiden celebrar, los hay -escasos, yo diría- que se atienen a la Vida tal y como es. Se conceden el provecho del placer y no impugnan ni refutan la tristeza. Habitan la vida porque entienden que toda situación es hogar. Viajan diligentemente y en paz porque conocen en cada luz y cada sombra los hitos necesarios del camino. Son porque están y en su mirada tranquila respiran las estrellas. Comprenden que el goce y el dolor son vivencias hermanas y sucesivas. Y por eso no tratan de padecer cuando hay que gozar, ni se recrean en el solaz disfrute cuando han de sufrir o expiar.

Podríamos concluir de este paisaje que una vida placentera no es una vida de enormes excesos o puntuales acentos, sino ante todo una vida que se dota de sentido en la continua gramática de la presencia. La mejor forma de sentirte satisfecho es aprender a ser una persona consecuente.

Espero que te haya servido de ayuda esta reflexión.
Gracias por tu tiempo.

 

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