Distaba mucho de ser el final de su camino aunque la señal, por evidente, le contuvo el aire unos segundos. Se apresuró hacia el punto focal que vertebra toda imagen alrededor de un mismo centro, allá en el fondo, donde las filas parejas de chopos y de juncos parecían respetarse eternamente. El mundo, tal y como hoy lo comprendemos, se imaginó esa misma tarde. Una colección perfecta de aves migratorias surcaba el cielo en dirección al inicio de su tiempo. Trazaban, planeaban y peinaban el viento voraz que arrebata el pelo liso de anfibios y terrestres. Miraban desde lo alto, entre la nube y las dos huellas de ruedas surcadas por los carros. Y ella en el centro del camino, de la mano de su suerte y sin el miedo que amordaza y precipita, se dejó asediar por la belleza. Caminó absorta y sin remedio por la finca del viejo Palafox, llevada por el mismo afán de lucha que doscientos dos años y seis meses antes de esa tarde, la llevó a ella y a un grupo de mujeres del Portillo ante el gran general a pedir el auxilio de su pueblo. Sintió en cada hoja blanca y verde las vidas de las cincuenta y cuatro mil personas que mataron y alumbraron de nuevo aquella tierra tras el segundo asedio del francés. A pesar de que no era su final, la huella del carro se afiló hacia el horizonte siguiendo el rastro de las plantas, y allí parada con la vista fija en esa imagen, vio con claridad trazada en el suelo del camino, la inicial de su nombre entre rastrojos. Porque aquello no era eterno, era algo único en el mundo para esa tarde y esa misma mujer; porque su nombre, claro, no era otro que Agustina.