Quiero enumerar una a una las más de siete maravillas verdaderas que componen tu figura sobre el mundo. En tus ojos tristes veo el espejo incontenible y palpitante al que los hombres han llamado mar. En tu pecho las corrientes oceánicas despliegan campos constantes de peces, de pastos y de especies. Luces por el pulso de la luna sobre el agua, eternamente bella y excitada por encima de estaciones y de aves migratorias. En la noche te apareces ya calmada en tu lecho de sábanas bajo un manto estrellado de promesas. Tus secretos han parido conjuntos de planetas, rellenaron el espacio entre los átomos dando un envoltorio digno al vacío inabarcable de las tardes en que he vivido solo. Eres una brisa suave que es casi como un premio inmerecido para la sequedad inmóvil del momento posterior a las batallas. Tu paz es la consecuencia de millones de sonrisas concentradas, enfocadas en un solo rostro de vida cuyos ojos serán para siempre mi única frontera. Tus rebaños de música y compás, esos instantes superiores y precisos con que soñamos todos los poetas, se adueñaron del paso de mi tiempo. Hasta llegar a tí, se han ido sucediendo las eras y los siglos; hasta tener una razón en tu cuerpo diminuto cada uno de nosotros ha buscado sinéxito reflejar su amor y temor en la naturaleza. Centelleas en medio de la gente, mis manos no alcanzan el silencio firme y breve de tu piel. Para imitar tu pelo rebelado, la Tierra dio a las nubes un catálogo de formas y sentidos. Eres todas estas cosas: el último grito en ética, la amplitud sincera de la estética, la imagen sonora de mi gusto, el cuerpo escrito de mi compromiso con el mundo, mi voz cuando creo estar callado, un camino que admite mis señales, la memoria del espacio entre los cuerpos, un reloj de miedo olvidado en el armario, el desgarro de alegría con que romper las redes que tendemos cada día.