Cada día bebía de la fuente de la eterna juventud que tantos hombres habían buscado sin solución de descanso ni una merecida paz. Juan de Mandeville, en una página perdida de su Libro de las maravillas del mundo, relata cómo un solo hombre vivió como guardián de la fuente mítica que buscaba con violencia Ponce de León. El relato es el siguiente:
Se levantó pensando en ella; no lo hacía cada uno de esos días ni imaginaba siempre tan precisas sus manos diminutas, pero aquella mañana disfrutó preguntando al corazón. A veces no tenía tiempo y a veces le sobraba; algunas tardes, ilusionado, firmaba claúsulas que prorrogaban su emoción sintáctica y los años felices de su vida. Como todo el mundo sabe, la cláusula requiere al menos dos voces en modo contrario, y así entendía en sentido amplio a su corazón inquisidor y a esa vocecita centelleante que le acompañaba en el viaje riendo y llorando como un gorrión cansado que siempre come cereales y trocitos de jamón. Y pensó: El delicado baile de los días a menudo deriva en una artrosis creciente que nunca mereció evitarse. En alguna parte y momento de su cuerpo y de su vida repletos de emociones, externalizó su sonrisa; la cedió a un cuerpo y a una vida ajenas y las cuidó y descuidó con tanto amor que incluso cuando su memoria le fallaba, su viaje inconsciente se guiaba por la luz y el agua que manaban de aquel gorrión centelleante. Y así es como siguió mirando hacia delante y como, con tan solo un punto cardinal, pudo encontrar siempre el norte y conocer por oposición donde se encontraba el sur. Él cuidaba toda una constelación dramática y hermosa, y el universo sin duda le era favorable. Así, digo, es como disfrutaron de las mañanas que aún quedan por venir el hombre y su fuente, la fuente y el hombre.