«Todavía no he encontrado un sitio que no tenga un amo»
El hombre sin nombre (A fistful of dollars, Sergio Leone, 1964)
Es 14 de julio de 1789. La escena ocurre en el Palacio de Versalles, el lugar más lujoso del mundo en la época. A unos quilómetros de distancia, en París, el precio del pan lleva demasiado tiempo disparado, la hambruna es generalizada y la propaganda contra el orden del Antiguo Régimen comienza a surtir su efecto. Un asesor entra en la estancia e interrumpe al rey Luis XVI mientras este anota en su diario: NADA en referencia a su falta de éxito en la caza mayor de aquel día. Acelerado, el asesor se dirige al escritorio y le dice en alto tras la genuflexión pertinente: Señor, acaban de tomar la Bastilla. El rey, inmutable, pregunta extrañado: ¿Es una revuelta?. El asesor con gesto serio le responde: No señor, es una revolución.
Esta anécdota ha quedado para la posteridad de la historia como uno de los mayores ejemplos de distanciamiento de la realidad que puede llegar a cometer un militante de su propio pensamiento. Del mismo modo que la caja de resonancia de la corte versallesca del siglo XVIII impedía a su monarca conocer la verdadera realidad que acontecía fuera, defenderé aquí que la cultura de cancelación produce el mismo efecto en nosotros. Desde aquel día de 1789 sabemos que la Razón no es la defensa del pensamiento propio sino la búsqueda del pensamiento real de forma colectiva. Hoy explicaré por qué y cómo estamos dejando de hacer esto a un ritmo acelerado, es decir, por qué nos estamos convirtiendo en millones de reyes Luis XVI.
Este artículo pretende poner sobre la mesa un problema acuciante en cada uno de los estratos de nuestras sociedades: familia, relaciones afectivas, instituciones y empresas. Se trata de una pandemia cognitiva sin aparente límite que nos convierte en seres estúpidos acreedores de una razón totalitaria evitándonos el trabajo de pensar o razonar en común. La cultura de la cancelación viene a ser la reedición posmoderna de los antiguos lenguajes totalitarios que estudiara Jean-Pierre Faye en la posguerra de las dos guerras mundiales, y también se puede entender como el rescate de la conformación de discursos normativos que la maestra Hannah Arendt estudiara a lo largo de toda su obra.
He dividido el artículo en 4 apartados:
- Qué es la cultura de la cancelación
- Por qué ridiculizar o «cancelar» personas o ideas no es útil.
- Por qué la cultura de la cancelación no favorece una sociedad más justa
- Por qué ningún discurso puede ser impuesto bajo el pretexto de la coherencia
Comenzamos.
QUÉ ES LA CULTURA DE LA CANCELACIÓN
Denomino cultura de cancelación (de su original anglosajón cancelling, block o cancel culture) al proceso de exclusión moral, social, relacional o financiero que la defensa de un denominado discurso válido o aceptado realiza respecto a otras narrativas o discursos a los que ridiculiza o resta el derecho de expresión, razonamiento o argumentación de manera previa. Esta exclusión suele manifestarse en nuestros días en 3 formas de clara y rabiosa actualidad: a través del boicot directo o indirecto (en medios de comunicación o por comportamiento lesivo o abusivo en redes tecnológicas asociales), por medio del silenciamiento público (mediante la invisibilización o la moderación sesgada de debates o diálogos) o por medio de la autocoerción, la autocensura y la evitación de la diferencia o el conflicto (las formas más comunes son la automoderación o la autocancelación; como respuesta a lo no aceptado o polémico, creamos temas o discursos intocables).
La cultura de la cancelación ha existido siempre en nuestras sociedades y se sitúa en las antípodas de la racionalidad y la búsqueda de entendimiento. En términos de relaciones sociales y comportamiento humano considero que su actual proliferación masiva es una consecuencia difícilmente contenible de las llamadas sociedades digitales. Estaríamos así viviendo una continua noche de los cristales rotos gracias a la retroalimentación constante de discursos y contradiscursos a través de canales de comunicación anónimos aunque omnímodos que nos incitan a la constante militancia. Forma parte de la cultura de la cancelación opinar contra el otro y no tanto opinar a partir del otro. El otro es una contraparte, un émulo, un enemigo idealizado e irreal contra el que defenderse. En el universo del maestro Carl Gustav Jung el que se defiende de el otro es el héroe, eternamente desconocoder e ignorante de la realidad a la que combate dado que su hiperactividad militante le impide reflexionar. Así, el inconsciente colectivo vendría a validar la continua generación de arquetipos en la cultura de la cancelación, pero esta vez no de acuerdo a patrones emocionales o de conducta, sino de acuerdo a patrones discursos que consideramos en su totalidad válidos o inválidos sin término medio. Y he aquí el problema: «sin término medio», esto es -como diría Aristóteles- sin virtud.
La cultura de la cancelación necesita censores, esto es, policias de la palabra, personas que en mitad de una supuesta sociedad hiperconectada, son capaces de conservar de forma aislada sus respectivas cajas de resonancia, espacios seguros en los que no se argumenta o razona sino que se dan ideas o hechos por supuestos. Estos lugares comunes en los que practicar la estupidez se caracterizan por un hecho: hablar siempre sale gratis mientras hacerlo no se salga del discurso. Para solucionar esto, en mis intervenciones suelo defender que hablar debe costar siempre algo, esto es, tener consecuencias en algún sentido tanto positivo como negativo. Cuando esto no ocurre, o cuando todo el mundo aprueba algo, es que o bien no se ha dicho nada o bien no se ha aportado nada interesante. En contra de lo que la cultura de la cancelación defiende, solo se avanza cuando dos personas piensan distinto, porque solo así se da lugar a la dialéctica.
La cultura de la cancelación es hoy -para nuestra desgracia- omnipresente. Se practica en todo tipo de tradiciones y corrientes políticas, está presente en cualquier conversación que entablo a diario y -en lo que a mí más me preocupa- en todos los sectores de actividad profesional y empresas. Porque aunque no dejemos de negarlo a diario, la llamada cultura corporativa es a todos los efectos la forma explícita, oficializada y sistemática en la que practicamos la cultura de la cancelación en los entornos productivos existentes. La absurda manera en la que hoy entendemos las empresas está más cerca del modelo de disciplina militar o iglesia -aversivo a la mejora y proclive a la validación de prejuicios por medio de la fe, la tradición y el principio de obediencia debida- que del modelo de parlamento -otrora característico del desarrollo humano y enfocado al debate y el afrontamiento. Nuestras empresas son por tanto evitativas, no compiten mediante la búsqueda de razones o argumentos sino que imponen mediante la obliterada máxima masculina de el más grande o el más fuerte, lo que se traduce en nuestro tiempo en las neoclásicas variantes de el más rentable o el más eficiente.
Es importante comprender que lo opuesto a la cultura de la cancelación no es una cultura del todo vale sino una cultura del razonamiento, el cuidado y el diálogo. Como ya dejé dicho aquí no todo vale y no todo es respetable pero somos todos los que tenemos que decir qué es lo que no vale y lo que no es respetable. Que una cultura concreta, una escuela de pensamiento o una o varias personas en una conversación se erijan en las decisoras de lo que vale es de todo punto contraproducente. La cultura de la cancelación no se combate con esa horrible forma de estar en el mundo que representa el relativismo moral, sino con una actitud racional e ilustrada de entendimiento. Quien no se educa, vive del criterio de otros y es por tanto fácil pasto de una u otra caja de resonancia.
POR QUÉ RIDICULIZAR o «CANCELAR» PERSONAS O IDEAS NO ES ÚTIL
El cuerpo es la caja de resonancia del alma y la voz es su sonido. Todo el que calla a otro atenta contra la sinfonía de la condición humana. Para hacer justicia ya están los tribunales. Justicieros del mundo, estudiad y practicad Derecho. Tanto en las conversaciones como en el escenario público se suele escuchar que la cultura de la cancelación es útil para castigar comportamientos dolosos o para hacer frente común ante discursos de odio o ideas consideradas denigrantes. No dar pábulo ni invertir tiempo en hablar sobre determinados actos o con determinadas personas, ayuda -se dice- a que esas ideas o personas no adquieran relevancia. Personalmente defiendo que ni siquiera en estos casos resulta útil.
Aún en el caso de que consideremos a la persona o sus ideas universalmente reprobables, la historia nos ha enseñado sistemáticamente una lección: el verdadero problema de no hablar sobre determinas ideas o de excluir el contacto o la conversación con alguien, es que dejando de hacerlo el problema no queda resuelto, sino que simplemente queda latente en la sombra, lo cual acaba siendo aún más doloroso a la larga. De la misma manera que utilizar una aplicación de retoque fotográfico para eliminar a una persona de una imagen, no elimina a la persona ni el hecho de que estuviera allí; suprimir o borrar la expresión de una idea no hace que la idea desaparezca. Como sociedad casi exclusivamente volcada al cumplimiento de la voluntad propia, deberíamos reflexionar sobre el hecho de que querer que algo sea real no implica que realmente lo sea.
Nada tiene que ver visibilizar un problema con bloquear la capacidad de argumentación de alguien. Tenemos buenas y recientes pruebas de ello. Los movimientos Black lives matter o Me too son iniciativas que suponen una necesaria llamada de atención como gritos de alarma contra vestigios opresores que todos hemos presenciado y debemos superar. Y a la vez son también una buena prueba de que por sí solas las campañas de visibilización no modifican realidades, sino que tan solo promueven que se hable abiertamente de ellas. Solo cuando campañas de este tipo se convierten en ajustes de cuentas sociales más allá del Estado de Derecho, este tipo de iniciativas se vuelven reprobables, pero mientras visibilizan problemas favorecen la denuncia de injusticias. Como oposición a estos movimientos encontramos claros ejemplos de cajas de resonancia: Las campañas de desprestigio en las redes tecnológicas asociales que a menudo incurren en delito de calumnias, los cortes audiovisuales de todo signo y color con títulos de lenguaje agresivo (Iñigo Errejón calla la boca a VOX, Ortega Smith le calla la boca a Susana Griso, Pedro Sánchez responde al infame Aznar y le da donde más duele), o la moderación sesgada de diálogos o debates son ejemplos claros.
Por mucho que uno pueda simpatizar con ideas que se plantean en determinados foros o contextos, un ejemplo claro de la cultura de la cancelación lo representa el programa de debate GenPlayz (el desarrollo de su programa sobre conciencia de clase es el mejor caso práctico que se puede encontrar en un directo sobre cómo se produce el fenómeno del blocking en las conversaciones), o programas de radio como Buenismo Bien -que hace mucho tiempo que abandonó su intento de establecer un diálogo asertivo- o La mañana de Federico (en los que sistemáticamente se caricaturiza la realidad social dando por universalmente válidas premisas ideológicas particulares), aunque sobran los ejemplos de cajas de resonancia destinadas al descrédito ajeno en la red. Añadido al problema de la cultura de la cancelación, encontramos el fenómeno del funcionamiento opaco de los algoritmos de sugerencia que -hoy ya lo sabemos- no luchan contra las creencias propias sino que las perpetua generando burbujas sociales y cámaras de eco.
En este sentido la cultura de la cancelación es a todos los efectos uno de los instrumentos más comunes de la cultura de la evitación posmoderna, o eso que Han denomina la expulsión de lo distinto. Y pese a ello a nivel cognitivo y social sabemos que evitar o huir del dolor no evita en ningún caso a ningún ser humano un futuro sufrimiento. La cultura de la cancelación está así intrínsecamente vinculada a la cultura de los llamados ofendidos, personas que adolecen de un comportamiento epidérmicamente asertivo basado en defender que los sentimientos propios de dolor, frustración, asco, rechazo o ansiedad que les genera un comentario, una idea o una persona son suficientes para solicitar a esa persona que no vuelva a hablar de ello o para intentar convertir su propio territorio emocional evitativo en una norma social genérica y aplicable para todos. Se trata de un falso comportamiento asertivo por cuanto la persona no se responsabiliza de afrontar sus propios sentimientos sino que demanda al resto de la sociedad en su conjunto que acepte sus líneas rojas. Esto contradice no solo la larga tradición humana del diálogo y el afrontamiento en abierto de las diferencias, sino que omite la capacidad de mejora de un grupo social a largo plazo tratando de normativizar el comportamiento social a todos los niveles (ideológico, discursivo, afectivo, político, conversacional) por medio de la imposición y no por medio de la amplia mayoría y el consenso.
POR QUÉ LA CULTURA DE LA CANCELACIÓN NO FAVORECE UNA SOCIEDAD MÁS JUSTA
Se ha dicho también que la cultura de la cancelación es útil en el seno de nuestras sociedades para favorecer un mejor posicionamiento de las exclusiones sociales históricas (clase trabajadora, migrantes, mujeres, orientaciones sexuales, etc…). Bajo esta premisa se defiende que todo tipo de colectivos indeterminados o genéricos tradicionalmente excluidos o vejados tienen derecho a imponer sus discursos en una especie de movimiento pendular en el que -así se dice- un discurso minoritario aunque justo se impone a un discurso mayoritario aunque injusto a través de leyes o nuevas narrativas. Podría argumentar mucho contra esta forma de entender las relaciones humanas, pero resumiré mi rechazo en torno a 2 argumentos:
Lo sostenido en el anterior párrafo es una enmienda a la totalidad de las bases del comportamiento democrático en todas sus formas políticas y sociales de pensamiento (liberalismo, republicanismo o comunitarismo, y tradicionalismo o conservadurismo) dado que presupone que la sociedad debe ser primero legislada para cambiar actitudes y comportamientos cotidianos, y no al revés, como el Estado de Derecho desde Grecia defiende, es decir, desde el nacimiento de la democracia no es la ley la que crea el comportamiento aceptado, sino que es el comportamiento aceptado el que crea la ley por medio de la representación legítima de la soberanía popular. En otras palabras, la Razón, la convivencia y la democracia no admiten atajos, son -y deben de ser por su propio carácter y orientación a la convivencia- lentas pero a la larga efectivas.
Mi segundo argumento tiene que ver con una vacuna natural contra el totalitarismo. Cuando se pierde la necesidad de criticar de forma fundamentada lo que otro dice o hace, se pierde el contacto con la realidad y se acaba incurriendo en los más absolutos atropellos. Cuando cualquier de estos colectivos históricamente vulnerables o excluidos cancela o aisla determinados discursos, ideas o personas, se evitan a sí mismos escuchar críticas externas que les permiten reflexionar y mejorar. Y por otro lado, el excluido, cancelado, bloqueado o castigado genera un discurso propio como defensa a esa cancelación que en último término acaba siempre teniendo simpatizantes o seguidores. Por ello las exclusiones sociales no se mitigan o eliminan omitiendo a los supuestos discriminadores, sino razonando y hablando con ellos o -mejor aún, y esto es para nota- no creyendo que uno tiene la completa razón universal sino tratando -como diría Spinoza- de comprender al otro sin necesidad de justificarle pero tampoco sin la actitud binaria de alabarle o reprocharle.
POR QUÉ NINGÚN DISCURSO PUEDE SER IMPUESTO BAJO EL PRETEXTO DE LA COHERENCIA
Señalaba hace poco el maestro Ernesto Castro que «la coherencia o la incoherencia son adecuadas dependiendo de la base de la que se parta. Si eres estúpido, que seas incoherente le puede venir genial a la sociedad«. Poco más que añadir a estas sabias palabras. Un discurso no puede ser defendido contra otro que se cancela por el mero hecho de arrogarse la posesión propia de la coherencia. Si en una conversación dos personas que hablan tratan de dirimir alguna lógica o consecuencia a partir de la búsqueda de la coherencia, ninguna de ellas se entenderá en absoluto porque cada una de ellas probablemente tenga lógicas y coherencias propias. El diálogo fructífero no parte de una insana y ficticia idea de perfección discursiva (coherencia) sino que se mueve sobre la base de la contraposición y aportación de argumentos e ideas. La diversidad suma, no resta.
Haré un último inciso respecto a esto que acabo de señalar. Si algo nos falta en nuestras sociedades actuales no son personas que hablen u opinen, sino personas que lo hagan con criterio. Hablar y convencer es relativamente sencillo utilizando las técnicas adecuadas, razonar con propiedad y voluntad de encuentro es lo verdaderamente complejo. Nos faltan buenos argumentos y buenas ideas, nos sobran cajas de resonancia, altavoces y prejuicios.
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Entiendo este post casi como un spin off del anterior. Para mi la base del problema es la educación y el interés por seguir aprendiendo cosas y mejorar. Vivimos inmersos en la cultura del mínimo esfuerzo y del postureo. La vehemencia y la sorna sustituyen al discurso armado y cada vez da más pereza hablar con este tipo de gente. Todo el mundo sabe de todo y pocos son los escuchan. Digamos que yo vivo auto cancelándome cada día.
Gracias por compartir tu inmensa sabiduría. Es abrumador leerte, siempre.
Hola Bri. Visto tal y como lo planteas tiene sentido para mí desde la honestidad de no haberlo pretendido, entender este artículo como un corolario al artículo Una vida en la que todo el mundo piense, que a su vez era -sin pretenderlo tampoco mientras lo escribía- la segunda parte de Claves para el entrenamiento del pensamiento propio. Si este primer artículo hablaba de conformar un criterio propio como base para la convivencia y el desarrollo de la persona, el segundo hablaba de por qué estamos dejando de pensar, y este tercero que ahora comentamos aborda la problemática de no respetar o tolerar que otros piensen a base de retroalimentar nuestro propio pensamiento desde lo cómodo de no hacer autocrítica.
Duele mucho leer cada día en los correos y comunicaciones confidenciales que recibo cómo hemos aceptado -o nos vamos resignando- a esa cultura del mínimo esfuerzo que comentas que va muy ligada al inmediato plazo. Ninguno estamos exentos de responsabilidad pero sin duda es hoy -en nuestro tiempo- cuando la inercia es más marcada. Aún así yo soy partidario de no dar por perdida nunca esta batalla. Ya no están en juego solo los grandes ideales que nos inventamos para respetarnos (dignidad, libertad, justicia) sino que ahora además está en juego el equilibrio ambiental y social de este remoto, periférico y apartado planeta. Quien se cancela o cancela a otros acumula basura y residuos tóxicos dentro de su propio hogar. Lo saben quienes estudian el comportamiento de las sociedades humanas y el planeta pero sobre todo lo sabemos quienes nos levantamos cada día para intentar oxigenarlo. El CO2 de las conversaciones honestas son las líneas rojas de nuestras creencias; y el oxígeno del ser humano es sin duda la voluntad de alcanzar su propio entendimiento. Gracias por la lectura y tu tiempo.