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«…Y es que parece connatural al ser humano ver con malos ojos
 la dicha ajena recién alcanzada, y pretender que la fortuna
  con nadie sea más exigente que con aquellos
 que conocieron un estado semejante al tuyo.»

maestro Cornelius Tacitus,
 Historiarum Libri, 20 (año 100-110)

 
 
Dos grandes males aquejan a la condición humana desde tiempos pretéritos: todos nos creemos muy listos, y derivado de ello castigamos a los pocos que realmente lo son. Somos supervivientes de estas dos enormes lacras con las que convivimos a diario y que eternamente nos pueden y superan. Nada de lo que Tácito, Suetonio, Lucrecio o cualquier de las sagradas escrituras o poemas épicos antiguos no advirtieran.

Hoy quiero hablar de cómo contener, domar y transformar nuestra perturbada comprensión de la rareza, y de algunos antídotos contra la falsa creencia de esa supuesta inteligencia humana que nunca duerme.

Hablo en primer lugar de la inmensa variedad de formas en las que la mayoría de miembros de mi especie (ORTODOXIA) tratan de vejar, denigrar, excluir, atacar, humillar o penalizar a priori a una eterna minoría de personas intelectual, sensitiva o socialmente extraordinarias (HETERODOXIA) que han nacido o se educan para destacar, y de cómo solo muy pocas de estas personas logran superar este rechazo constante para aprender a brillar. Pero también hablo de una creencia lacerante que subyace a todas nuestras acciones: el absurdo, ridículo y contumaz error de presuponer que la mayor parte del tiempo todos y cada uno de nosotros actuamos de forma consciente, cabal o inteligente. Estos dos graves males condicionan la vida diaria de toda la Humanidad. Mi propuesta es clara: aceptar la estupidez humana como realidad constante con el ánimo de vivir para contenerla (humildad y vocación académica), y dejar de fabricar hogueras continuas contra aquellas escasas personas que nos ilustran y nos hacen pensar.

Este artículo tendrá los siguientes apartados:

  • Por qué no aceptamos la estupidez y la rareza
  • Cómo aprender a ser menos estúpidos y fomentar la rareza

Comenzamos.

 

POR QUÉ NO ACEPTAMOS LA ESTUPIDEZ Y LA RAREZA

Expondré lo evidente: nos cuesta aceptar que el animal con mayor índice de inteligencia social de la historia evolutiva sea con toda probabilidad el ser vivo más estúpido a nivel individual. Nos duele ver que somos capaces de construir grandes cosas unidos, y a la vez comprobar que somos capaces de las peores y más estúpidas cosas en la intimidad de nuestros pensamientos o la media luz de nuestro despacho o nuestro cuarto. Duele aceptar la realidad pero algunas evidencias la confirman. En primer lugar nuestra Historia es cíclica y no lineal. Esto quiere decir que de forma constatada repetimos una y otra vez los mismos errores pero con nuevas tecnologías y capacidades reinventadas. Nos cuesta mucho menos inventar un transbordador especial que orbite alrededor de la Tierra o coordinar una cirugía cardiovascular milimétricamente precisa, que mantener una conversación honesta en la que pidamos disculpas a nuestra pareja o ser capaces de mantener una mínima disciplina de salud mental o física.

El consuelo de las tradiciones milenarias hasta la llegada de la Edad Moderna consistía en depositar todas nuestras esperanzas por mejorar nuestra ESTUPIDEZ NO ACEPTADA en pequeños destellos históricos y muy poco frecuentes llamados GENIALIDAD INDIVIDUAL. El problema es que muy pocas personas anómalas (fuera de lo normal), extraordinarias (fuera de lo ordinario) o diferentes (fuera de lo único) han sido capaces de sobrevivir a las constantes muestras de rechazo, incomprensión, desprecio o castigo que la normalidad mayoritaria infligía sobre ellas. De hecho hemos entendido siempre el virtuosismo exquisito de los verdaderos genios que llegan a consumarse y reconocerse como tales, como una historia de lucha y superación constante contra la medianía moral o la mediocridad social que les rodeaba, y hemos entendido este rechazo o incomprensión social constante como algo necesario para que la genialidad brotara si tenía que brotar. En el camino no hace falta decir que se han quedado sin reconocer ni poder serlo, enormes genios que han sido verdaderas víctimas de nuestra eterna estupidez. Sobran los ejemplos: encuentren ustedes por su cuenta todo tipo de biografías de personas que siglos más tarde adoramos pero que en su tiempo fueron humilladas o condenadas al ostracismo o el hambre.

En realidad -no nos engañemos- de lo que estamos hablando aquí es de pecados capitales. En concreto hablamos de ENVIDIA (un síndrome de inferioridad masivo fruto de la comparación insufrible de sabernos menos dotados que esos raros) y de SOBERBIA (esa colección de sesgos cognitivos que nos impiden ver la viga en el ojo propio pero nos hace finísimos detectando la paja en el ojo ajeno). Pero igualmente estamos hablando de dos actitudes ante la vida: el INCONFORMISMO de quienes creen que debemos darnos la oportunidad de mejorar, o el CONFORMISMO de quienes viven activamente para quitárnosla.

Con la llegada de la Edad Moderna la admiración por la GENIALIDAD INDIVIDUAL continuó pero la ficción de creer vivir en una especie de INTELIGENCIA COLECTIVA llegó para quedarse. Si bien en la Antigüedad la mayoría de mortales no tenían grandes razones para presumir o sentir un vano orgullo por lo que hacían a diario dado que la jerarquía de privilegios y capacidades era evidente, con la Modernidad fuimos reinventando una y otra vez las razones para creer que debíamos presumir, sentirnos orgullosos e incluso publicitar a diestro y siniestro toda clase de vulgaridades y gilipolleces que en otro tiempo -y también en este- carecerían por completo del mínimo interés.

Huelga decir a la hora de contrarrestar estos dos males de la negación de la estupidez propia y la lucha contra la rareza ajena, las propuestas de la cultura posmoderna que sucedieron a aquella época y que hoy son hegemónicas en nuestro modo de entender y ver el mundo, no solo no resolvieron el problema sino que contribuyeron a acrecentarlo. Por un lado la condición posmoderna nos invita a universalizar la rareza encumbrando la vulgaridad como algo auténtico, admirable o extraordinario en esa fábrica de llorones perpetuos donde todo ser banal se cree auténtico en esa máquina de multiplicar nuevas formas de victimismo en la que estamos convirtiendo a nuestras sociedades. Por otro lado lo posmoderno apuesta por una hipercorrección conductual (totalitaria y alérgica a la crítica), una deconstrucción cultural (nihilista y sin propuestas), y un relativismo moral (antiético y precarizante) que nos dejan huérfanos de sentido y nos aleja de toda norma o principio. Dicho lo cual, ambas tiritas son en realidad aciagos cánceres.

El caso es que la incapacidad del animal más inteligente de la Tierra para reconocer su propia estupidez y de la incapacidad de algunos de sus más escasos miembros para aceptar su rareza en el ánimo de poder encajar en el rabaño, nos ha condenado a una sucesión estrepitosa y muy desequilibrada de infinitos errores y muy escasos aciertos a lo largo de la Historia.

Dado que las personas que más admiro son aquellas que siendo raras aceptan su rareza, y aquellas que siendo raras o normales reconocen su propia estupidez, me propongo ahora sugerir qué hacer a diario para que las primeras no se encuentren siempre al borde la inanición o la extinción, y las segundas no sigan multiplicándose hasta llegar a ocupar los más ínclitos y destacados puestos de gobierno, éxito o poder.

 

CÓMO APRENDER A SER MENOS ESTÚPIDOS Y A INTERIORIZAR LA RAREZA

Dos premisas me han resultado inmensamente útiles a lo largo de mi vida para conquistar grandes cuotas de bienestar y tranquilidad:

En primer lugar vivir aceptando que la la práctica totalidad de personas -incluido yo mismo- durante la mayor parte del tiempo se comportan de forma estúpida. De hecho aunque la mayoría de personas desearían no ser estúpidas, trabajan a diario activamente para serlo sin ninguna voluntad, esfuerzo o intención de mejora.

Dado que inequívocamente todas las decisiones que he tomado en mi vida y los hechos que las respaldan demuestran que soy raro, en segundo lugar vivir aceptando que soy raro -y por eso enormemente necesario para muchos- y tratar en todo momento de sentirme genial por no encajar en la inmensa mayoría de lugares, actitudes o ideas en las que casi todo el mundo se siente cómodo o a gusto. Todo ello bajo el solo pretexto de entender que estar completamente adaptado a una sociedad profundamente enferma no parece muy buena señal de casi nada (gracias Jiddu por aquel texto). Hace muchos años cuando era niño me hice la promesa de no seguir tratando de encontrar sentido a la inmensa y abrumadora cantidad de gilipolleces que hacían y seguirían haciendo los adultos, y me propuse -en ello sigo aún hoy- tratar simplemente de corregir en mi propia vida aquellos comportamientos, planteamientos, acciones o ideas que para mí carecen por completo de sentido. Añadido a esto ya adulto entendí que querer cambiar las cosas (mejorarlas) no implica necesitar humillar a quienes prefieren no hacerlo. En todo el espectro de vida que abarca la naturaleza a la que pertenecemos, tiene que haber de todo y todos -lo creamos o no- somos por uno u otro motivo necesarios.

A la hora de entender el enfoque de mi trabajo diario como facilitador de cambios significativos en empresas creo que es útil destacar y volver a incidir en la importancia de 2 aproximaciones que considero casi inéditas en mi profesión:

Acepto que la mayor parte del tiempo y la mayoría de personas somos estúpidas. Generalmente el resto de mis compañeros parte de la base de que todos somos muy inteligentes o buenos y que las personas solo tenemos que encontrar nuestra esencia. El camino que yo recorro es el inverso: parto de la base de aceptar que todos somos estúpidos y frecuentemente perversos y dispersos, y tan solo tenemos que aprender a controlarnos de manera que vivamos haciendo el bien para dignificar nuestra existencia. Creo que logramos un mundo mejor si aceptamos nuestra enfermedad intrínseca en lugar de maximizar o exagerar las supuestas bondades sistémicas de nuestra condición. Soy en este sentido bastante pragmático. No dejaré de recordar que yo creo en la Humanidad porque desconfío a diario del ser humano.

Comprendo perfectamente la necesidad de que exista una normalidad vigente. De nuevo la mayor parte de mis compañeros se dedica a poner en cuestión o tratar de cambiar la normalidad vigente. Se ríen de ella, la cuestionan, la ridiculizan o la muestran como algo absurdo. No es mi caso. Si algo existe o ha existido -por poner un ejemplo- durante milenios o desde la creación del pensamiento empresarial, es por algo, esto es, hay una razón que no podemos obviar ni minusvalorar si queremos mejorar ese «algo». Así las cosas, acepto que todo sistema -incluido todo sistema humano complejo- necesite formular y defender una normalidad vigente en la que no que quepa todo el mundo. De hecho yo suelo estar entre esas personas que no caben. Mi labor no consiste en hacer que la mayoría cambie las normas, sino en lograr que la normalidad vigente sea medianamente soportable para todos. Aunque a muchos compañeros en esto del cambio les generan urticaria los prejuicios, las tradiciones y las estructuras, yo convivo perfectamente con ellos y no busco derrocarlos, tan solo vivo y trabajo para que la normalidad se construya a partir del cuestionamiento continuo. Esto implica, entre otras cosas, aceptar grados de entropía elevados.

Quiero ahora justificar este doble enfoque:

Dar por hecho que todo el mundo es inteligente, consciente o bueno es el mayor error que una persona puede cometer si quiere mejorar efectivamente el mundo. Aunque al final el amor siempre vence, la estupidez gana por goleada a corto plazo hasta llegar a eso. Aunque al final los hechos son apabullantes y la lógica nos lleva a lo que era de sentido común predecir, hasta llegar a eso la irracionalidad, la ficción y el relato que nos contamos del mundo ganan por goleada a la racionalidad. No tengo ninguna duda sobre esto. Todas mis lecturas diarias, mis experiencias en el mundo empresarial, mis viajes, mi propia y agitada vida, me han demostrado esto que acabo de decir una y otra vez. Pero además es bueno tener presente que hay infinitas pruebas diarias, históricas y sociales de esto. Hace poco escribí acerca del único objetivo significativo que debería tener todo ser humano: aprender a ser estúpido de forma controlada. Esta comprensión de las personas -incluido yo mismo- me ha ayudado a ser más solidario, compasivo y efectivo. Si tuviera que elegir de donde proviene esta enseñanza, a nivel teórico lo tendría claro.

Recuerdo algo que leí hace muchos años y me marcó enormemente. Reunidos los famosos 7 sabios de Grecia al pie del monte Parnaso en Delfos, se les animó a cincelar una inscripción en el templo de Apolo donde las Pitias dictaban sus oráculos. Se les instó a escribir la conclusión universal más valiosa para todo ser humano en su vida. Conocemos el lema más famoso de todos cuantos se escribieron, el de Quilón de Esparta -«Conócete a tí mismo«- pero solemos desconocer lo que Brías de Priene cinceló: «La mayoría de los hombres son malos«. Y yo añado… y además inconscientes, estúpidos y a menudo cretinos, dejando así a las pocas personas sensibles y sensatas en una eterna minoría histórica.

Esto es lo que me llevaba y me lleva a seguir creyendo que debemos aceptar que somos estúpidos para aprender a evitarlo (y por favor no caigas en la comodidad de la desesperanza o el desconsuelo al leerlo y ponte a trabajar por cambiarlo):

  • La enorme mayoría de personas del planeta van a lo suyo casi todo el tiempo sin comprender que «lo suyo» solo puede llegar haciendo posible «lo de todos». Todas ellas abrazan como única forma de construcción común la continua y estresante competencia y por el camino olvidan, denigran o atentan contra la misma vida.
  • La enorme mayoría de personas carece de voluntad y criterio propios: hacen la mayor parte del tiempo cosas que no quieren, trabajan en lugares que detestan, duermen con personas a las que no aman, se dejan llevar por lo que dice el más aparente o por lo que les hace sentir mejores (aunque sea falso) y no se comprometen con el esfuerzo de estudiar ni ilustrarse para ver más allá de la vida que heredan.
  • La enorme mayoría de personas son suicidas inconscientes inasequibles al desaliento: atentan contra su salud mental y emocional a diario, a menudo mueren sin haber vivido, con sus hábitos diarios asesinan sin excepción ni descanso la vida, están por lo general perdidas sin saber lo que buscan de modo que no se encuentran. Y en consecuencia ofenden a su propio planeta.

Para mí el resumen de los anteriores 3 puntos es lo que se conoce comúnmente como seres IMBÉCILES. Y además digamos que somos IMBÉCILES INCONSCIENTES porque hacemos todo esto -es decir, dañarnos- sin saberlo o, lo que es peor aún, sabiéndolo. En esta especie de holocausto de la inteligencia que caracteriza al ser humano confieso que trato de militar en la eterna resistencia aunque reconozco recaídas.

Es pues saludable aceptar la existencia de una normalidad vigente que siempre será mediocre y nunca será excelente, porque aunque no lo creamos es la única forma virtuosa de que todos los implicados convivan. De hecho es ley de vida y propiedad de todo sistema. Del mismo modo que un ser humano necesita neurológicamente sentirse seguro en un contexto concreto en el que poder descansar y bajar sus defensas, todo colectivo necesita una normalidad vigente cuyos fundamentos y dinámicas solo se renueven cada mucho tiempo. Me ha costado la primera parte de mi vida comprenderlo. El cambio significativo no llega de atentar contra la normalidad vigente, sino de renovarla. Añadido a esto, por mucho que raros como yo se empeñen, no tendría sentido que las sociedades estuvieran pensadas para el raro, el distinto o el diferente. Toda sociedad de seres vivos desde hace milenios se regula de acuerdo a lo mayoritario y lo mayoritario se conforma en torno a la normalidad vigente, de suerte que el grado de civilización de una sociedad se mide por la manera en la que trata a aquellos que no forman parte del estándar aceptado de persona.

En nuestras sociedades europeas este estándar ha evolucionado con el tiempo pero hoy en la mayoría del mundo global sería el siguiente: varón, occidental, blanco, heterosexual, conformista, culturalmente anglosajón, judeocristiano, moralmente distraído, evasivo respecto al abismo económico y climático, con una edad comprendida entre los 30 y 45 años, productor, propietario de una vivienda, con pareja de larga duración, creciente capacidad de consumo, varios coches y un hijo. Para todo facilitador del cambio es bueno conocer que este estándar aceptado de persona vigente cambia en función de los territorios que uno visita pero todos los estándares se subordinan a éste. Todo cuanto no esté en este pack no pertenece a la normalidad vigente y por tanto se enfrenta en alguno u otro modo y en alguno u otro momento -y de manera continua- a una exclusión social consecuente a través de costumbres, instituciones, creencias o leyes. De hecho podríamos decir que el número de raros o extraños aumenta en nuestra sociedad actual debido a que cada vez cabe menos gente en un estándar cada vez más estrecho. Nuestro trabajo como facilitadores del cambio – y este es mi enfoque- no es eliminar el estándar sino lograr que ese estándar se amplíe o ensanche para que dentro o fuera de él decrezca el sufrimiento.

No se trata de aceptar o no que exista este estándar o de resignarse a él, se trata de comprender que toda sociedad -sea la que sea- se rige de acuerdo a una centralidad prototípica normativa como base y garantía de la sostenibilidad del resto. Luchar por tanto contra lo Hegemónico es una estupidez supina que no logra ningún cambio significativo de forma eficiente. Sirve más luchar por cambios significativos realistas e incrementales que logren convertirse mirando atrás en enormes cambios respecto a lo que éramos. Basta ya de admirar las revoluciones y comencemos a admirar las evoluciones. Simplemente es bueno entender que aquellos que nacen o crecen en las periferias de esta centralidad, se ven gobernados o determinados por ella. Lo que decidan hacer con su condición -si adaptarse y diluirse en la centralidad o resistir y fortalecer la periferia- es ya cuestión aparte y decisión de cada uno. Por descontado mi vida habla de que elegí lo segundo. Así que cuando me extraño de haber llegado vivo, no lo comento como una queja sino que acepto que lo lógico en una sociedad con una centralidad prototípica como la que he descrito, alguien como yo debería ser continuamente castigado y excluido. Y aunque a veces esto ha sido cierto en todos los ámbitos de mi vida, en líneas generales y por extrañas circunstancias -y probablemente buenas decisiones- he llegado hasta hoy bien. Soy además consciente de que en otras épocas de nuestra historia colectiva ser extraño como yo era directamente mortal, condenatorio. Y por esto celebro haber nacido en mi época.

Si bien no me encuentro cómodo en lo general, me dan urticaria los mítines o los conciertos, tengo alergia a cualquier tipo de credo o sistema de ideas completo y apenas me mantengo en pie cuando camino por la calle entre tanta gente, aún así no soy de esos locos que odia lo estándar, insulta a los que van a los conciertos o hecha pestes sobre la vida urbana. He aprendido a amar lo que hasta cierto punto detesto aunque no lo comprenda. Acepté mal que bien mi condición de extraño y no traté de convertir en ningún momento al resto. Si las personas normales necesitan a las extrañas, los raros lo somos solo porque existe una normalidad. Así, la necesaria métrica del poema social tiende al trato igualitario, a la medianía moral, y a la recurrente existencia de una estabilidad aparente que garantice una sensación asumible de seguridad y control. Esto jamás cambiará ni puede o debe en mi opinión cambiar. Lo que sí debe cambiar -como ya dije- es eso que consideramos normalidad vigente, de suerte que esta normatividad integre y responda al credo de su época. El progreso moral depende en todo de esto.

Nunca en la historia humana ha existido una sociedad para todos y de hecho, a estas alturas de mi viaje, creo que es bueno que no exista. Tratar de que los extraños seamos vistos como normales, jamás funcionaría. Una cosa es que queramos caminar hacia sociedades inclusivas y otra bien distinta es que las sociedades sean rarocéntricas. La normatividad -lo que entendemos por lo normal o lo correcto- debe ser enunciado por las mayorías, y el resto tan solo debemos liderar el cambio significativo que creemos necesario con el ánimo de que otros se sumen.

En mi experiencia, para que alguien sea raro o diferente y pueda inspirar a otros, necesita que exista eso que llamamos Lo oficial, es decir esa suerte de normalidad vigente. He encontrado sobradas pruebas de ello en el ámbito del desarrollo humano (personas, equipos, colectivos y empresas). Esto ocurre porque el creativo, el original o el pionero lo son tan solo porque encuentran resistencia. Pienso por ello que sin una referencia media de algo que transformar, trascender o subvertir, la condición del inconformista no tiene sentido y el raro acaba convirtiéndose en un eterno insatisfecho, es decir, un infeliz insufrible.

Un filántropo me dijo una vez que yo era algo así como un inconformista satisfecho: no me conformo con lo que hay y contribuyo a mejorarlo, pero a la vez me atrevo a disfrutar de lo que ya es presente. Quizás sea demasiado decir. Me gustaría creer que es cierto y por eso trabajo cada día como si lo fuera.

Espero de corazón que este artículo te haya resultado útil. Gracias por tu atención.
 

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