Hoy, a las 8 o 9 de la noche cuando supere los escollos de mi segunda cita obligatoria, seguramente me acerque a mi antiguo colegio para ver a viejos compañeros de la escuela. Con algunos he pasado practicamente media vida pero este mes en el que se cumplen diez años desde que acabé mis estudios de enseñanza media recuerdo a muchos de ellos y he olvidado el rostro de otros tantos. Nos han citado para recordar y no tenemos obligación de aparecer para comer los canapés y el picnic rápido que hayan preparado. Sin embargo he hablado con dos de mis amigos que no han dejado de acompañarme desde entonces y parece que muchos han confirmado su asistencia. Desconectado como estoy del real time diario, sin televisión ni red social, sin escuchar la radio, me han mantenido al día de las novedades sobre la convocatoria. Creo que como costumbre es sano reencontrarse, mirar el pasado desde la distancia, sin tantos vínculos y con más prejuicios -por acumulación- de los que teníamos entonces, saber qué fue de Gerardo, ese maestro modélico que hablaba siempre en rojo para no perder la historia; qué fue de Toñi, la cocinera que cuando era muy pequeño -apenas escribía- me consolaba cuando me castigaban por no querer comer el rancho en comedor; qué ha sido deTania, esa chica inaccesible que siempre reía a carcajadas; qué pasó con Rafael, ese muchacho empollón del primer pupitre o con Mitay, mi gran amigo inseparable de quinto de EGB con el que imaginaba laberintos que al final -cómo es la vida- consiguió perderse entre los años sin que ninguno de los dos lo haya evitado.
Esta invitación a la memoria me ha hecho pensar. Del mismo modo que los seres humanos se convocan para recordar un ciclo de su vida, deberían hacerlo para emular cómo será el último día de la misma. Se trataría de celebrar un funeral en vida; aunque a la gente le asusta el final, alcanzar el último momento y superarlo, creo que festejarlo en vida es participar con el resto del gozo de haber pasado por el mundo, con penurias y alegrías, pero de haberlo hecho y haberse sentido vivo a cada paso. Sobre la eutanasia y el retiro y disfrute de los últimos días de un enfermo, hay grandes películas pero sin duda me quedo con la laureada y afortunadamente reconocida «Las invasiones bárbaras» de Denys Arcand.
Aunque no es a lo que me refiero, asumir el peso de la vida y sus implicaciones en un acto público cuando aún estás vivo me parece algo bello y circular. Asumir el hecho irremediable es algo heroico, de hecho es la heroicidad extrema. Con total sinceridad y como si el muerto en vida no estuviera presente, uno a uno todos los asistentes deben recordarle.
Esta noche acudiré al reencuentro con antiguas caras e historias de mi vida, quién sabe si en un futuro, cuando todo haya pasado y ya no me importen ni la ingeniería de software libre ni el comportamiento social ni las ideas experimentales ni muchas otras motores actuales de mi vida, me sorprenda con estas emociones. El reencuentro, en cualquier formato que queremos idear, es siempre una reconciliación recíproca entre partes que ayuda a digerir con elegancia el Todo. Al fin y al cabo, yo siempre poeta, creo que incluso en mi último estertor continuaré siendo esclavo de mi capacidad de asombro.