Radiante como el espejo, sin afeitar, con portatrajes, el par de zapatos que llevaba y un necesser con cepillo de dientes, desodorante y gel de baño. Así se presentó en el cliente, sin caballo ni armadura, listo para estrellar su alma contra todos los molinos. Tras un puente aéreo repasando documentos y más de dos meses y medio por los campos de Camarillo, Íbero y Ocaña, había llegado a Barcelona para ser instalador de software por la gracia de su empresa. Y lo fue porque en consultoría todas las maravillas lo son simplemente por contagio.