-Y usted, señor, ¿a qué se dedica?
-Yo soy metafísico
-Hay gente pa tó
Conversación en la barrera de la plaza entre Bombita, torero, y Ortega y Gasset
Hablo con seres vivos a diario, algunos no lo parecen ni son conscientes de serlo pero lo son. Me encargo de recordárselo a diario. Desde mi atalaya se contempla una enorme masa de cuerpos y de ruido. La confusión cobra múltiples formas. En esta sociedad de muchos que se autoexigen y pocos que les gobiernan, crece aceleradamente la tierra de nadie. Cada vez menos lugares físicos y menos lugares emocionales nos pertenecen, antes bien ampliamos cada día el grado en el que pertenecemos a otros. La extensión de la comunicación humana a nivel global no logra por el momento salvar las fronteras del continuo adoctrinamiento. Será que el pensamiento crítico no es una cuestión de tener en nuestra casa más libros o mejor ancho de banda, sino de educarse y esforzarse realmente por tenerlo. Un cliente resopla: “Parece que poco a poco ya volvemos a la normalidad”. Le respondo sonriendo: “No se qué de qué me hablas, nunca he conocido eso“.
En este artículo recorreré el estado actual de la fuente de conocimiento más empleada por los individuos de mi especie, la cultura audiovisual. Este es el mapa inicial de nuestro viaje:
- De donde venimos: El estallido irracional de los 80
- El mito del pasado como consuelo sistémico
- La normalización del colapso
- El abordaje epidérmico: Todo superficial es mejor que algo en detalle
- Hacia donde vamos: La tierra prometida de China
Comenzamos.
DE DONDE VENIMOS: EL ESTALLIDO IRRACIONAL DE LOS 80
La tierra que se deshace ahora bajo nuestros pies es la misma tierra que nuestros padres sembraron con su sudor en los años 80 y 90. El reproche hacia las generaciones posteriores o presentes como responsables de la actual falta de horizonte y de sentido no solo es impostado sino que también es parcial y falso. Ellos fueron tan culpables como nosotros de lo que hoy tenemos. Y digo culpables y no responsables porque hablamos de mayor homicidio colectivo de la historia, de uno del que todos somos parte. En aquellas décadas fundamentales para comprender el origen de la futura implosión y el colapso venidero (mi investigación ya apenas ofrece ninguna duda sobre esto), la cultura audiovisual generaba ya pocos contenidos de denuncia sistémica.
Continúo acumulando ingentes pruebas sobre cómo se nutrió entonces la pasiva desatención de toda una especie hacia sus actos y sus perversas consecuencias. No es que antes de los años 80 lo hiciéramos mejor, es que nuestra iniquidad estaba todavía medianamente restringida a sus respectivos territorios culturales y sociales. Pero todo adquirió la velocidad de la luz -o mejor dicho la de la oscuridad- a finales del siglo XX. En nombre de esa libertad de la que muchos hoy se apropian, el malestar fue extendiéndose y permeabilizó con claridad al tiempo que la industria del entretenimiento y la tecnología digital se diversificaban para robar el presente.
La cultura fílmica en las sociedades enfermizas del siglo XXI es uno de los mejores indicadores de la ausencia generalizada de salud mental. Incluso si uno se abandona al capitalismo de plataforma del que llevo varios años saliendo, todo apunta a que no estamos muy bien, ni tan siquiera aceptables. Los únicos filtros que pasamos ya son los de instagram, pero la apariencia de felicidad apenas se sostiene. Los títulos de películas y series son como droga que mantiene al ciudadano apolíptico conectado a la ficción agorera del absorbente sistema. Aunque las campañas electorales y las instituciones sociales todavía permanecen al margen del enorme abandono moral y el declive que vivimos como especie, y aunque hoy más que nunca la realidad supera con creces a la ficción, resulta interesante contemplarla para ver nuestro estado emocional e involutivo en ella. En lugar de combatir los hechos que demuestran que nos estamos yendo al carajo (como especie, como sociedad, como seres vivos), la industria audiovisual imagina variantes posibles de las inmediatas consecuencias de un comportamiento irresponsable.
EL MITO DEL PASADO COMO CONSUELO SISTÉMICO
Se respira desazón y nostalgia en las películas de nuestro tiempo. Parece intuirse en ellas un ejercicio introspectivo de dolorosa constricción que engloba a toda una especie y tal vez sea la mejor muestra del actual pulso del planeta. Como contrapunto, uno puede observar con gran facilidad los denodados intentos de Hollywood por levantar el ánimo cueste lo que cueste con películas ambientadas en otro tiempo, remakes de épocas mejores. Lo bueno o lo residualmente admirable de la humanidad ha dejado de buscarse en el presente y se nutre del barniz épico de relatos anteriores. Si bien mirar a otro tiempo para fabricar el ejemplo ha sido una constante en la historia de la humanidad desde el poema de Gilgamesh, el Enuma Elish u Homero, puede que nunca antes haya existido una ausencia tan flagrante de referencias contemporáneas que aporten esperanza y visión crítica a los que siguen vivos. De algún modo echar la vista atrás y recrearse con tiempos mejores, tranquiliza y ofrece una imagen de nuestra condición mucho más animosa que la presente. Parecemos flotar de orgullo cuando nos fijamos en otras épocas en las que había menos sobrepoblación humana, menos degradación ambiental y mental, y ante todo menos aversión al esfuerzo, la crudeza y el dolor consustanciales a la Vida. Desde nuestras pantallas miramos al mundo que era antes, en una suerte de incoherencia extrema desde nuestro televisor celebramos absortos aquellas épocas en las que todavía existía realidad más allá de las pantallas.
Abundan así las películas bélicas de la IIGM o incluso de la IGM, los títulos que recuerdan los gloriosos 30 años de la posguerra o las semblanzas de personajes mesiánicos que abundaban cuando nuestras sociedades predigitales todavía tenían referentes. Pero nadie en definitiva parece atreverse a defender un atisbo de bondad o vislumbrar un estímulo de esperanza en ningún aspecto de todo cuanto lleva ya más de 4 décadas pasando. Mientras Ana Iris Simón echa de menos el tiempo de sus padres y lo mitifica y lo recrea, olvidamos que fue en aquella generación donde se gestó y aceleró la maquina de mierda que salpica hoy las sociedades posmodernas. Como no tenemos ni puta idea de lo que somos ni queremos, nos decimos que los matrimonios sin divorcio, la escasez de libertad o el caciquismo rural eran mejores, que entonces se comía y vivía mejor. Pero la realidad es que no, el mundo de nuestros padres no era mejor ni ellos eran mejores, simplemente tenían entonces menos instrumentos y mucha menos tecnología para explotar la avidez y desenfreno que han sido en nosotros consustanciales siempre.
El ejercicio de Ana Iris Simón se convierte así en un magnífico ejemplo y un muy bello ejercicio literario de retrotopía, esa búsqueda de una utopía deseable que los actuales seres humanos encarnan en un pasado ideal que nunca existió pero que al reescribirlo de forma ficticia, tranquiliza. Sin medios para poder llegar a esbozar el mapa freudiano de emociones destructivas que hoy nos recorre, entonces -en aquella época- eramos miles de millones de personas menos, no habíamos multiplicado aún por 1000 el ritmo natural de extinción de las especies vivas, consumíamos menos no por convicción ni ética sino porque fuimos -conviene recordarlo- pobres como ratas y la mayoría de nuestro territorio apenas tenía retretes ni agua corriente. Por último, y por descontado -aunque no menos importante- el totalitarismo todavía era local y analógico. Así que no, no éramos mejores sino igualmente dañinos pero sin medios ni recursos.
LA NORMALIZACIÓN DEL COLAPSO
En mi trabajo de investigación exploro ahora los estudios sobre colapsología y las causas de nuestro malestar continuo. Parece que hubo un tiempo en el que las crisis sucesivas fueron suficientes para mantenernos a raya, hasta que hace relativamente poco comenzamos a trabajar activamente para el auténtico y definitivo colapso. Lo que estoy descubriendo -con datos, cifras y hechos de nuestra historia antigua y reciente- sencillamente me aterra. Sea como fuere, parece como si el capitalismo financiero y digital no evocara en los cineastas ninguna voluntad de épica (¿por qué será?), antes bien aflora el cine que muestra la inhumanidad del ser actual en medio de su humanidad herida. Margin call (2011) o The company men (2010) nos ofecían hace años un retrato certero del funcionamiento de la empresa global deshumanizada que apenas ha cambiado. El cine que celebraba la épica y que entonces era sustituido por el cine que retrataba el despropósito, ha sido hoy devorado por el cine que perfila futuras catástrofes. Peliculas de virus, desahuciados sociales, corrupciones políticas, tráfico de influencias, carestía de recursos naturales o exploraciones espaciales para huir de la miseria de la Tierra aventuran una imagen realista de las consecuencias del mundo que estamos construyendo. El ciudadano medio llega a casa y se enfrenta a dos decisiones: ser espectador pasivo de cualquier relato audiovisual del futuro colapso o evadirse del mundo humano con programas vacuos o banales comedias románticas francesas o italianas. Cualquier cosa menos asumir responsabilidad propia.
En una suerte de hibridación entre la vida real y la ciencia ficción a uno le resulta complicado diferenciar los guiones más catastrofistas de Hollywood de las noticias que a diario muestran los televisores y de los hechos de los que las revistas científicas nos alertan. Peliculas y series como The last man on Earth, I am leyend, The book of Eli, Virus, IO, la saga Cloverfield, El día de mañana, Contagio, Un lugar tranquilo, Tren a Busan, The Road, Infectados, 2012, The 100, The Rain, 3%, Walking Dead son insignificantes al lado de los documentales o películas basados en hechos reales como An unconvenient Truth, Lo imposible, Tierra, La hora 11, Plastic Planet, Océanos, The true cost, River Blue, Cowspiracy, 2040, Home, Gaia, o Comprar, tirar, comprar.
Incluso una película de ficción como Extinction (2018) es menos dramática que el documental científico sobre la realidad actual del planeta que David Attenborough ha presentado recientemente con el mismo nombre Extinction (2020). Asustan mucho más los documentales verídicos sobre la realidad invasiva y totalitaria de la tecnología digital incipiente que la serie de ficción Black Mirror (2011). Y en este climax de asunción del colapso, parece como si en el estado actual de las cosas, la aparición de Godzilla por la Gran Vía de Madrid o el aterrizaje de un platillo volante no fueran a causar mayores reacciones que el advenimiento de Boris Izaguirre anunciando la última crisis de la Pantoja. Para confirmar todos los pronósticos que atestiguan nuestra imbecilidad galopante, en el año 2049 el bueno de George Clooney, en la piel de uno de los grandes científicos de su tiempo y uno de los pocos miles de supervivientes, se anima en The midnight sky (2020) a advertir a unos astronautas que regresan de Júpiter, que mejor se den la vuelta, que aquí abajo “como veis, no se nos ha dado bien eso de cuidar el planeta en vuestra ausencia“.
Todo esta enorme estimulación audiovisual ocurre en un estado de anestesia social que da la espalda a las evidencias científicas por medio de estas y otras distracciones. De cuando en cuando el trabajador más quemado enciende el televisor y visualiza videos de tailandeses o indonesios construyendo casas con sus propias manos en medio de la naturaleza. Nuestra nostalgia de cazador-recolector que salió de África hace 300.000 años se mueve en busca de una autenticidad extinta, al mismo tiempo que la desertificación completa de los bosques de pluriselva de la isla de Borneo es un hecho. El televisor sobre el que se ofrecen esas imágenes bucólicas paradójicamente reposa sobre un mueble de Ikea fabricado con contrapachado de madera de una pretérita biodiversidad de millones de años al que la voracidad humanidad ya ha vencido.
Con suerte esa persona ha sacado tiempo volviendo del trabajo para ir a la carnicería o la pescadería y comprar algo. Mientras hace a la plancha su cena, el árbol genealógico del pez, el pollo, el cerdo o la ternera se diluye en la efectividad económica de la maquinaria posmoderna de forma efectiva. Efectiva solo para nosotros, claro, porque desde 1950 el volumen de la pesca ha crecido de 18 a 100 millones de toneladas al año agotando 3/4 partes de los bancales marítimos y haciendo desaparecer a un 60% de las especies marítimas de gran tamaño. La alternativa a esta realidad es también extrema. ¿Qué podemos reprochar a ese español medio que consume 240 litros de agua diarios o a ese estadounidense que consume 4 veces más? Si no eres una de esas personas que forman parte de ese millón de sapiens por semana que se muda a las ciudades en busca de un trabajo precario escapando de la aridez y la pobreza del mundo agrícola abandonado, pertenecerás a esa otra mitad de la humanidad que aún cultiva la tierra. Y si vives por debajo del meridiano, con certeza serás parte de esos 3/4 partes de personas que la cultivan a mano, o tal vez una de esas 1 de cada 4 personas (1.500 millones de personas) que viven como se vivía hace 6.000 años, o puede que una persona entre las 1.000 millones de ellas que no tiene acceso todavía hoy a agua potable. Si eres de ellas con certeza no estarás leyendo este artículo, porque no tendrás acceso a internet (el menor de tus problemas), y vivirás en uno de esas decenas de países ricos en recursos con poblaciones completamente explotadas en las que se acumulan la mitad de los pobres de este mundo y cuyo esfuerzo genera la mitad de la riqueza del planeta humano en manos del 2% de personas. Algún imbécil -o por desgracia ahora muchos- escribre de cuando en cuando un libro celebrando la mejora significativa de la calidad de vida de la humanidad entera. Hay gente pa tó, que diría Bombita.
Y en medio de este mundo inventado en el que la felicidad huye del que posee y se le arrebata al explotado, uno queda perplejo al contemplar los poderosos, fríos y vacíos paisajes que se suceden en la carretera rodeando de infinitud el hogar móvil que conduce Frances McDormand. El espectador huye con ella en esa furgoneta, trata de escapar sin ningún éxito de una sociedad rota cuyas cenizas muestra con maestría Chloé Zhao en Nomadland (2020), una oda a una época llamada Progreso que dicen -aunque ya no se sostiene – que antes existió. De acuerdo a las exigentes y ahogadoras premisas de la mano invisible (Adam Smit, nuestro valiente profeta), aquellas antiguas industrias hoy yacen bajo el polvo a la sombra de las grandes naves robotizadas de Amazon, aquellas ciudades llenas de vida son hoy lugares fantasmas que visitan seres que provienen de las megaciudades emergentes, y los excedentes humanos de aquellas familias con grandes coches, barbacoas y jardines hoy tratan de sobrevivir sin apenas dinero para malcomer en los maleteros de un coche. La clase trabajadora que vivió la ficción eventual de creerse clase media ya cumplió su cometido. Sin ser conscientes de ello el esfuerzo diario de centenares de millones de personas -entre ellos mis padres y los tuyos- se convirtió en el mejor acelerador combustible para la demolición del mundo conocido (el natural y el humano). Y entre tanto Elon Musk fabrica cohetes para abrir el espacio al mercado. Desea trascender y perdurar en lugares remotos del tranquilo universo… Tranquilo, claro está, porque todavía no llegamos nosotros. El caso es que veo a la sonda Voyager I descojonarse de la risa al contemplarnos desde sus 22.600.000.000 de kilómetros de distancia, a un ritmo de carcajada en el que huye del planeta Tierra a 17 kilómetros por segundo. El otro día al comentárselo a una amiga que todavía está bien de la cabeza, me decía… ¡Qué envidia!
Pero créanme, el éxito de Nomadland no es un fenómeno puntual, responde a un patrón de expresión creativa audiovisual concreto que muestra la humanidad gris que ahora somos. Ese patrón tiene múltiples ejemplos. Un año antes de Nomadland, en la también mundialmente celebrada Parasite (2019) un irreprochable Bong Joon-ho pintaba el retrato de la inmensa y mayoritaria cara B del mundo, familias que viven del pillaje en la miseria, seres humanos convertidos en parásitos sociales por el mecanismo empobrecedor y la lógica diligente del sistema. Apartados del mundo se convierten en seres invisibles. Nuevas éticas de la precariedad se abren paso en estructuras laborales decadentes que lentamente quiebran. Lo que fuimos ya no sirve y nadie sabe hacia donde ahora vamos. El ejercicio de exposición de nuestra miseria que realiza Bong Joon-ho lleva hasta el cine de masas la larga tradición de exposición de la miseria que realizaron en su día Ken Loach, Vitorio di Sica (su imprescindiible Ladri di biciclette es pionera) o Luis Buñuel.
Y cuando algunos piensan… Bueno, pero también somos capaces de grandes cosas, dos buenos ejemplos de bofetadas cinematográficas nos demuestran que sí, en efecto lo somos, pero sobre un amplio océano de corrupción y de mierda… En The last face (2016) el maravilloso director Sean Penn mostraba el retrato descarnado del mundo de los cooperantes, esa legión de animales heroicos que no contentos con disfrutar una vida de privilegio se adentran en lo más oscuro y lo más negro. Seres humanos que pretenden tan solo ser humanitarios, esto es, servir a sus semejantes, sufren las consecuencias de una globalización envilecida que muerde a quienes tratan de curarle las heridas. Charlize Theron y Javier Bardem cruzan sus vidas en una continua batalla por superar la iniquidad de los laboratorios farmaceúticos, la corrupción de las instituciones políticas o la constante dentellada de los grupos paramilitares armados por Occidente para mejor matarse. Algo que ya había sido puesto sobre la mesa en la también descarnada -y edulcorada- película Beyond Borders (2003) en la que Angelina Jolie vive un apasionado romance con Clive Owen, un doctor que se mueve por varios continentes entre la ilegalidad y la legalidad de los médicos cooperantes que ponen tiritas a una humanidad que se desangra en abierto.
Las series Euphoria, Shameless, Modern Love, Fleabag o Transparent ponen sobre la mesa de la cena de millones de familias la vida de personas que lidian como pueden con construcciones sociales, identitarios y culturales anacrónicas que destrozan su salud mental a diario en el fuerte choque con el individualismo contemporáneo. Una mujer con una vida vacía se siente extasiada ante la vida de los otros que contempla a través de las ventanas mientras toma el tren camino a casa cada día en The girl on the train. La excelente Robin Wright trata de superar un suceso traumático en su vida escapando y dejándose morir en las montañas en Land. Trabajos que no existen, afectos que se crean para sustituir a otros que ya se fueron, relaciones amorosas urbanas, fugaces y sedentarias, amores dificiles de mantener en medio de la furia turbulenta posmoderna. La película V de Vendetta cuyas máscaras fueron utilizadas posteriormente en el ya completamente extinto espíritu del 15 M o las series Years and Years, Black Mirror, Them, The Wire o The handmaids tale alertan -tal y como antes lo hicieron Orwell, Asimov, Bradbury o el propio King- de los peligros del fanatismo que favorece la pasividad. Donald Trump ha hecho más daño al mundo del que jamás hizo Kevin Spacey en House of Cards.
Proliferan los documentales que nos advierten de las consecuencias de las burbujas financieras del dataísmo, la deshumanización provocada por las redes sociales, el peligro de la cesión de datos personales, el aumento de la publicidad subliminal. Y como consuelo uno puede visualizar el lavadero de conciencias psicoanalítico del mundo en In treatment o conocer las últimas tendencias y modas que aceleran la inercia desde la mirada de la consultora Axios.
En Una ventana al mar (2019), Miguel Ángel Jiménez nos ofrece otro retrato frecuente: una mujer madura que ya no es útil para la sociedad para la que trabajó pero se niega a renunciar al amor o a sus sueños antes de morir. De algún modo se niega a reconocer que ella no posea ya belleza y eso la convierte en el mejor paradigma de la mujer heroica posmoderna. La inalterable mirada de Emma Suárez se abre paso desde el Cantábrico y a través del mar Mediterráneo hasta acabar en uno de los países destruidos por la crisis, Grecia. La antigua cuna de la civilización moderna se convierte así en la víctima de un mundo que ofrece una experiencia de renacimiento para el nuevo ave fénix: ser humano de más de 45 años que se niega a que le aparquen. Edadismo o silver sufers lo llaman algunos gurús en sus continuas conferencias, al tiempo que las empresas no reducen sino que aumentan sus formas de discriminación continuas.
En Mientras dure la guerra (2019), la visión de Amenabar trata de advertirnos de los peligros de las ideologías del odio retrotayendo a los espectadores españoles a episodios que todavía emocionalmente sienten como recientes. El mejor Karra Elejalde personifica a un ser humano que hoy desde la periferia intelectual de nuestro tiempo nos parece estratosférico. Un Miguel de Unamuno convencido de convencer y a la vez entristecido por volver a comprobar cómo perdemos todos en esta tierra de nadie que queda tras la derrota continua de quienes tratan siglo tras siglo de educar a España, aún a pesar de aquellos que la pueblan. Pero a Unamuno ya nadie le lee y a Karra Elejalde le escuchan solo unos segundos antes de acudir a las urnas a votar a los nuevos representantes políticos del odio, la ignorancia falaz y el oscuro y vetusto enfrentamiento.
EL ABORDAJE EPIDÉRMICO: TODO SUPERFICIAL ES MEJOR QUE ALGO EN DETALLE
Atereados en su propia supervivencia los refugiados climáticos, los represaliados políticos, los industriales proactivos, los jubilados empobrecidos, las femenistas que se enfrentan entre ellas, los riders o las kellys, el desahuciado que ve cómo la persona que le defendía antes le olvida por completo siendo alcadesa, las madres estresadas o los brokers de insatisfacción eterna y pretérita, no prestarían mucha atención a un extraterrestre o un monstruo marino. Y en esta anestesia colectiva en la que todo es incertidumbre y nada es horizonte, en este magma en el que todo se agita y nada llega, la sociedad de todos acaba siendo en definitiva la tierra de nadie. La clave, sobre todo, está en adormecer, en generar activismo de sofá, en provocar agitación y protestas pero de esas que nunca dan problemas.
Alguien escribe un tweet o publica un video en tiktok que se hace viral y algún periodista vago que jamás hizo periodismo de investigación utiliza para llena espacio en el telediario. El video o el tweet no tienen ningún efecto y a los dos días todo se olvida por completo, hasta ahí el activismo posmoderno: controlable, ruidoso pero apenas significativo y siempre fugaz e indoloro. Proliferan los videos en Twitch o Youtube de personas apenas leídas o informadas que comparten su opinión (un puzzle de ideas inconexas) a masas deseosas de adquirir criterio sin esfuerzo. Hay debates de jóvenes curiosos en espacios como GenPlayz que pueden resultar interesantes pero se quedan en la superficie. Como ocurre con casi todo la atención también allí es epidérmica y no orgánica, expositiva y no propositiva. Prima el impacto y la risa sobre el conflicto real y la crítica.
En algunas plataformas, foros y espacios, la cultura sobrevive con mayúsculas y con enorme dificultad. Nos quedan así grandes espacios de conocimiento, fundaciones privadas, instituciones todavía públicas y canales audiovisuales que estimulan la curiosidad sana, el sentido del conocimiento y la conciencia cósmica (ese sabernos muy poquita cosa para desvestirnos de certeza). El Espacio Fundación Telefónica, la Fundación Juan March, Medialab Prado, la Fundación Raíces de Europa, el Museo Nacional del Prado, el MNCARS, el Museo de la Evolución Humana, la Casa Árabe, la Casa Asia o la Casa América son mis favoritos en España. También -por amistades, conversaciones y experiencia- conozco el delicado estado financiero y la escasez de recursos de muchas de ellas, y reconozco que me apena.
Como completemento a esta realidad, la realidad de la antena televisiva en abierto es igualmente descarnada. Ojo al dato: En la televisión española no existe un solo programa cultural o de reflexión documentada o seria en ninguna televisión privada. Han leído bien: en ninguna. De nuevo uno puede escuchar a una caterva de imbéciles repetir el mismo soniquete cuando una conversación se pone interesante: “Parecemos ahora mismo la 2“. Claro, lo parecéis porque el canal 2 de RTVE ahora mismo es el único canal televisivo en España en el que podemos contemplar conversaciones y diálogos de interés para el lector, el curioso o simplemente el ciudadano. Educado en el puro entretenimiento, el ser humano medio no nutre las audiencias de un sistema de medición de éxito audiovisual que hace décadas quedó caduco pero en el que triunfa la voluntad popular de infoxicarse.
HACIA DONDE VAMOS: LA TIERRA PROMETIDA DE CHINA
Si no trabajamos masivamente por evitar lo que ya está siendo un hecho -y no basta con que 4 o 5 freakis agentes de cambio rememos en esa dirección- tengo muy claro hacia donde vamos. Puede que el mejor retrato de la inmensa desgracia social y ambiental que estamos propiciando desde el ya obsoleto modelo de relaciones en el que nos movemos, se encuentre en American factory (2019), ese maravilloso trabajo documental de los entrañables ancianos Steven Bognar y Julia Reichert en el que se ve el choque entre la completa amoralidad productiva de China y el imperialismo laboral todavía predominante -aunque en rápida decadencia- de la clase trabajadora de EEUU. Empresarios que eliminan sindicatos, personas que sobreviven con lo que pueden, empleos miserables y dictaduras que esclavizan para multiplicar cosas en la vida del consumidor irresponsable. Y entre medias de ambos mundos se sitúa Europa, cariacontecida y en parálisis permanente.
La sociedad orwelliana ha llegado y se llama China: Mientras la segunda generación de capitalistas financieros aterriza en China proclamando que es la nueva tierra de las oportunidades en la que crecen como setas las ciudades y los mercados, El Gran Hermano totalitario crece y la ambición de Xi Jinping aspira a que la industria de la videovigilancia china recorra la cada vez más corta distancia entre la ausencia total de libertades china y los restos de las democracias liberales y plurales occidentales. Los datos asustan. Desde 2013 a 2020 se ha duplicado el impresionante número de cámaras en las calle chinas hasta alcanzar los 600.000.000, lo que equivale a 1 cámara por cada 2 habitantes chinos. Las etnias uygur y tibetana viven una vigilancia constante por parte de las autoridades chinas que supera cualquier ficción cinematográfica. Campos de reeducación y detenciones arbitrarias a partir de espionaje digital revelan un sistema de represión silencioso muy desarrollado que audita costumbres de consumo, creencias religiosas, facturas, salarios, horarios de empleo, envío y recepción de correos electrónicos, sistemas de mensajería instantánea, geolocalizaciones e imágenes captadas por las cámaras de móvil o en la calle e incluye códigos QR de marcado social y apps desarrolladas exprofeso para vigilar y castigar (Si estuvieras vivo, fliparías, Michael Foucault).
Este sistema de espionaje y etiquetado social al servicio del régimen se complementa con modelos públicos que convierten a sospechosos en personas marcadas u objeto de constante vigilancia. El sistema de Crédito Social, que ahora se exporta a otros paises y que partió de los trabajos de Lin Junyue, infantiliza los ya socavados derechos ciudadanos en China desde hace algunos años. Dicho sistema puntúa a las personas desde la triple A a la D en función del completo cumplimiento de las normas impuestas e incentiva que las personas cumplan con leyes impidiendo y limitando su libertad hasta límites que atentan contra la igualdad de oportunidades en la política, el trabajo o la sociedad. Todo pasa la validación de un baremo de puntos a través del cual las personas van perdiendo derechos de forma irreparable si incumplen las asfixiantes leyes chinas favoreciendo la delación y la denuncia de vecinos en la propia comunidad. Las fotografías de ciudadanos ejemplares cuelgan como modelos de moralidad en expositores públicos mientras que los ciudadanos de mala calificación son expuestos para vergüenza pública y el sonido de su móvil antes de descolgar la llamada les identifica públicamente como deplorables.
Para aquellos que escriben magníficos libros defendiendo que este es el mejor momento de la humanidad, en fin, aunque solo sea por vergüenza propia y para la salud mental del resto de nosotros, por favor hacéoslo mirar. Si no conocéis a un terapeuta, en serio, yo puedo daros un teléfono…
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Respuesta para la pregunta que todos me estáis haciendo estos meses: ¿Cuándo se publicará el libro?. Pues bien, no es 1 solo libro sino 4. Los estoy escribiendo al mismo tiempo y como mínimo la investigación durará 5 años. Ya llevo 2 de ellos, así que paciencia. La perspectiva histórica y la rigurosidad se cocinan a fuego lento.
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David, te superas en cada artículo.
Gracias, muchas gracias por explicar con claridad lo que muchos observamos atónitos, pero no tenemos quizá la valentía de exponer de manera tan contundente, concreta y apoyada en datos.
En un momento donde todo “tiene” que ser de lecturas rápidas y fugaces tú, te luces con un escrito que consume tiempo de lectura pero que empapa a cada uno de tus lectores, dentro de las que me incluyo, de lucidez y espíritu critico.
Hola Gissel. Es genial verte de nuevo por aquí, gracias por tu contribución. Intenté en este artículo mapear el desconsuelo desde el punto de vista de los inputs o entradas audiovisuales que el ser humano medio recibe a diario por medio de eso que se ha denominado capitalismo de plataforma. De algún modo en la investigación que realizo todas las piezas encajan. La larga desertización del pensamiento humano se corresponde hoy con la seca y cruda exposición del mundo de su apoyatura, la cultura audiovisual. No significa que los productos audiovisuales sean de mala calidad -a menudo son magníficos, mejores que nunca- sino que esas notables y rigurosas reflexiones son transcripciones de nuestro estado emocional colectivo. Filmamos sobre apocalipsis, colapsos, crisis, contagios, distopías,… porque de alguna manera lo llevamos dentro, nos vamos resignando a él en nuestra vida fuera. Esa es la idea, el goteo de malestar continuo en forma de entretenimiento pasajero.